Foto de perfil vs Realidad / Cuando lo pides en Aliexpress vs lo que te llega a casa, etc... |
Hay un punto de inflexión en “Narcos”: el agente Steve Murphy – encarnado por un especialmente intenso Boyd Holbrook -, está en los servicios de un aeropuerto colombiano. Un ejecutivo con chaqueta – lo que, dada la época en la que se sitúa la serie, se hubiera llamado un “yuppie” - se mete una raya de cocaína previo paso a embarcar en su vuelo. Murphy lo ve y se encara con el tipo usando frases del tipo: “Te parece bien ¿Verdad? A lo mejor piensas me meto unas rayas con mis colegas y no pasa nada”. El yuppie intenta quitarle importancia al asunto, hasta que el agente de la DEA pierde los estribos y le pega el par de hostias que, en otras circunstancias, le habría valido la expulsión del cuerpo.
Escobar lo habría tenido mucho más crudo contra Donald Pierce |
Seguramente esté sólo al apreciar que se trata de un punto de inflexión, del mismo modo que poca gente se rió cuando en mi muro de Facebook / cuenta de Twitter gasté la broma-seria de “qué raro, ninguna de las personas que conozco y que sé que se meten cocaína han visto Narcos”. Obviamente, el mero hecho de mencionar que he publicado algo en una red social con aspiraciones a provocar una respuesta es tan infantiloide como el hecho en sí. Lo más gracioso, no obstante, es que he comprobado lo cierto de esa afirmación, a pesar de que la lancé cuando había hablado de la serie con sólo unos pocos de mis conocidos con tendencia a arquear la espalda delante de un lavabo.
A lo que, a continuación, os oigo preguntar “Pero Fran ¿Cuántas personas conoces que se meten?” Y la lamentable respuesta no es la cantidad de gente que yo conozco, es la cantidad de gente que consume. Ah, “consumir”, como el que va al súper. A ver quién se resiste a estas perversiones del lenguaje.
El drogas no iba a dejar que Robe lo acaparase todo |
Robe Iniesta, guitarra, voz y alma de Extremoduro lo expresó muy bien en una entrevista, cansado de que por sus letras (y por su forma de ser) le preguntaran por la puta droga: “Mira, se mete el obrero, se mete el ministro y se mete el policía, pero todo el mundo me señala con el dedo porque lo digo en mis canciones”. Me gustaría pensar que lo de “se mete el policía” no es cierto, pero lamentablemente, algunos casos de corrupción han demostrado que es necesaria la existencia, no ya sólo de Asuntos Internos sino que incluso de Asuntos Internísimos.
En todo caso, la mayoría de nosotros hemos sido capaces de asumir e interiorizar la frase de Robe, en especial cuando tenemos a un presidenciable – Albert Rivera, líder de Ciudadanos -, sobre el que se hacen bromas en lo referente a un posible consumo. Montajes de Photoshop, imágenes captadas a contratiempo y rumores varios confirman que, efectivamente, podemos tener un presidente del gobierno que un día cualquiera llegue al hemiciclo con las pupilas dilatadas y la mandíbula un poco fuera de su sitio. Que lo mismo ya lo hemos tenido, pero esa no es la cuestión.
Y así todo |
El problema básico es que cualquier discusión sobre la droga – y la cocaína en particular – se acaba transformando en algo, de hecho, bastante infantil. El hijo del narcotraficante Pablo Escobar expresó su enfado con la ficción producida por Netflix, acusándola – entre otras cosas - de tapar los intereses ocultos de EEUU para que la cocaína sumiera a Colombia en un caos manejable para los intereses del Tío Sam. Con el tiempo – y el propio desarrollo de las 3 temporadas de las que hasta ahora se compone “Narcos” - se ha demostrado que la trama no parte peras con nadie y que lo del hijo de Escobar son más bien pataletas que quieren decir “mi padre no era un monstruo”. Claro que no. Era tu padre. Hizo mucho por los pobres, les dio casas y también les prometió mucho dinero si se cargaban a un policía que no fuera corrupto. Qué va a ser un monstruo.
Pero sí que hay un tropiezo infantil al principio de la serie: para mostrar la diferencia entre el inocente tráfico de marihuana y el (suponemos) abyecto negocio de la cocaína, la serie arranca con dos intentos de detención: el primero muestra a un camello de andar por casa con su bolsita de hierba, corriendo en chanclas por un aparcamiento subterraneo intentando que los agentes de la ley no le pillen. Cuando el cargamento cambia por los polvitos, la cosa termina en tiroteo con semiautomática que sólo deja a Murphy vivo y horrorizado.
Digo que esto es infantil porque, a ciertos niveles de tráfico ilegal, da igual si lo que uno lleva es marihuana, tabaco o cartuchos chapados en oro de un Zelda, si bien es cierto que, parafraseando a Sabina, la gente tiende a perder más la calma por la cocaína. Afortunadamente, “Narcos” salva un poco los muebles cuando establecen un diálogo entre Murphy y su futura mujer (y madre de su hijo), Cooine – interpretada por Joanna Christie -. Cuando, al conocerse, Murphy le dice cuál es su trabajo, la chica le responde “así que tú eres uno de esos capullos por los que es más difícil comprar hierba ahora”.
Escribo todo esto desde el punto de vista de alguien que nunca ha tomado nada más psicotrópico que la leche de pantera. Quizás debería añadir “conscientemente”, porque a lo mejor alguien alguna vez me han “echado algo en la bebida”, pero de ser así, mi opinión sobre la droga tampoco podría variar mucho más porque, básicamente, no me ha hecho mucho efecto. Por no decir ninguno.
Grandes cogorzas se pueden coger torpemente con este veneno |
Lo que está claro es que la droga, la “puta droga”, tal y como se consume en la calle, no es buena. Sí, se receta marihuana como paliativo en algunos tratamientos, del mismo modo que se podría recetar la morfina, pero la hierba, al ser un poco más natural, se considera menos dañina, pero lamentablemente no cura el cáncer, ni la esclerosis múltiple, ni el SIDA ni la estupidez. Por otro lado, los tratamientos con células madre sí que parecen tener éxito con algunas de esas enfermedades. Salvo la estupidez, especialmente la religiosa, que parece querer cargarse la investigación con células madre porque… porque morir congraciado con un Dios inventado parece más importante que vivir. O esa creo que es la teoría.
Pero vamos a lo importante. Decía yo antes que la droga no es buena. Durante muchos años fui abstemio, no por miedo al alcohol en sí, sino porque buena parte de mis conocidos empezaron a beber mucho y desde demasiado jóvenes. Veía los efectos de esas borracheras y pensaba que no quería tener nada que ver con aquello, total, el dinero que mis padres me daban “para salir” que no invertía en comprar “los lotes” lo podía usar después en comprar discos. Para mí, la balanza se inclinaba por el lado bueno.
Si no has vivido esto es que no has tenido infancia, sólo la gente que creció en los 90 entenderá esto y BLA BLA BLA |
Aquí ya casi entramos en una cuestión filosófica: ¿Por qué chavales jóvenes toman un modo de vida de “voy a ser aplicado en mis estudios de lunes a viernes pero cuando llegue el fin de semana voy a desbarrar todo lo posible”? Puro modo de vida mod dirían algunos, aunque no sean conscientes de ello. También se podría llamar lumpen, básicamente hay muchos nombres para esto - para el proletariado “sin conciencia de clase” -, lo alarmante es que cada vez todos parecemos más lumpen y la clase dirigente más reducida y más mandona. Aún cuando nos disfrazamos de libertad en las redes sociales.
Pero me desvío del tema. La cuestión no es sólo que la gente tenga que descargar las tensiones acumuladas entre semana, sino con qué y cómo las descarga. Hay gente, como el colaborador medio del Mondo Brutto, que se pregunta por qué el Juez Garzón, le tiene tanta manía a la droga. Afortunadamente (o no), una entrevista en la Jot Down – revista cultural y cultureta que de hecho rescata algunas firmas de Mondo Brutto – tiene la clave.
Me da mucha pena admitir que no he leído nada de Don Winslow, un señor que parece lo bastante bueno con la novela policíaca, y que dio este titular con tanta mala uva a la revista y que reproduzco a continuación por si tenéis mala vista y no sois de los de ampliar fotos: “Cuando sales y gastas en drogas para ir de fiesta estás apoyando a gente que asesina, viola, mata y esclaviza”.
Una afirmación tan sencilla no viene sin ambages, el propio Winslow explica que se podría decir que en las fábricas que dan forma a los teléfonos que usamos, la ropa que vestimos o la comida que nos llevamos a la boca podrían ser acusadas de una explotación con una gravedad semejante. Pero hay diferencias.
Les pondré un ejemplo tonto. Llevo (o llevaba cuando empecé a escribir este artículo) una rebeca diseñada por Antonio Banderas que me compré en un “outlet” el año pasado, en un extremo de la prenda, convenientemente lejos del (digo yo) prestigioso nombre del diseñador se puede leer “made in Bangladesh”
Mardito Capitalismo |
¡Oh no Antonio! ¿¡Tú también?! ¿Tú también te aprovechas de las baratísima mano de obra asiática a la que tienen en condiciones infrahumanas? ¿Cómo has podido? Estoy tan decepcionado, eres peor que un narco…
En realidad, no tanto. Ni Antonio ni Amancio Ortega (con sus múltiples extensiones empresariales al menos) parecen ponerle una pistola en la sien al ciudadano medio de estos países para que cobre una miseria a cambio de tejer sus ropas. No obstante, alguna vez tendremos que ponernos de acuerdo sobre si Ortega es un Santo o un Explotador Hijo de Puta. Pero lo que resulta del todo sintomático es que ofrezca ayudas a la sanidad pública.
La cuestión, curiosamente, es otra, la cuestión es que en esos países existe un problema estructural que condiciona que otras naciones y sus empresas exploten dicha mano de obra barata. Para mí se explica con un pensamiento que he tenido más de una vez: debido a que tengo padres mayores he tenido que pedir una ambulancia a urgencias más de una y más de dos veces en la vida, y me he desesperado ante la tardanza. Cuando, una vez pasada la crisis en cuestión me he podido tomar un café en frente de Urgencias, mi mirada se ha quedado invariablemente fija en las ambulancias, preguntándome cuánto costaría comprar una ambulancia nueva, si se podría organizar un concierto para recaudar fondos, etc..
Por supuesto, este pensamiento vuelve a ser totalmente naif, no es sólo la ambulancia – coño, mi primo conduce una -, sino los sueldos de los que la llevan, a continuación sume la formación de la gente que va dentro y por qué no sumar un médico de urgencias como apoyo… Quizás si se donase toda la recaudación de un gran concierto en un estadio se podría pagar todo eso… durante un año. Ah, y para eso no tendría que cobrar nadie en ese evento, ni los técnicos ni la gente del catering siquiera. La forma de que haya más ambulancias es protestando, forzando a los políticos a que desvíen los presupuestos a las cosas que nos parecen importantes o votando a aquellos que puedan hacer dicha labor.
Una cosa que cabrea mucho a mis amigos que se creen de izquierdas es cuando digo que lo que tendríamos que hacer en occidente es exportar algunas de nuestras mejores creaciones para mejorar la vida del trabajador y entorpecer el desarrollo industrial: los sindicatos. Por si se lo preguntan, el desarrollo industrial es una de esas cosas que merece la pena entorpecer de vez en cuando. Con sindicatos fuertes, seguramente se forzaría a mejorar los sueldos y las condiciones en el ámbito laboral de todos esos indios/africanos/chinos/inserte nacionalidad perjudicada por fabricar las cosas que usamos. Sé cuál es la respuesta a esta reflexión tan tonta: todo se encarecería o las multinacionales tendrían que llevarse el negocio a otra parte. Totalmente cierto, pero si conseguimos internacionalizar el trato ético a la mano de obra, lo mismo también suben los sueldos, ergo, el poder adquisitivo, por ello se reduce la desigualdad y todos vivimos en el maravilloso mundo en el que las calles están asfaltadas con oro y las paradas de autobús se fabrican con chocolate. Perdón, es lo que pasa cuando me dejo llevar por el optimismo.
La cuestión es que, tal y como expresa Winslow, por muy mal que se porte Apple o Inditex con sus trabajadores, siguen siendo eso, trabajadores. Puede que su jornada y condiciones estén al borde de lo que consideramos legal o ético en nuestros “acomodados” países, a un paso de la esclavitud, pero para ellos no hay otra. Las cosas que se promocionan con la venta de estupefacientes son un tanto distintas.
Aquí es donde las actitudes infantiles, tanto de un lado como de otro, empiezan a chocar. Yo sé de al menos de una persona que se pagó los estudios vendiendo pastis, y estoy bastante seguro de que si le cuestionara lo malo de esa actividad me respondería “venga tío, venderle pastillas a cuatro bakalas no me transforma en un traficante chungo”. Pues si ese es el plan, recurramos a Batman.
Porque SIEMPRE está bien recurrir a Batman para explicar cosas.
En la, primero serie limitada pero después resumida en novela gráfica “Batman, el culto” - ahora la han renombrado como “Batman, la secta” me imagino que para evitar que al gente piense que se trata de El caballero oscuro ataviado con pipa y batín leyendo en voz alta algunas tragedias de la Grecia clásica desde la biblioteca de la mansión Wayne -, el Hombre Murciélago se ve abducido por una secta que ha conseguido organizar a todos los sintecho de Gotham como una especie de fuerza paramilitar.
Como suena.
Es una obra muy oscura y que de pequeño a mí me producía bastante intranquilidad, por decirlo de alguna forma. No en vano está dibujada por Bernie Wrightson, maestro de los cómics de terror. El propio guionista, Jim Starlin explica en las notas de la edición que poseo, que quería hacer este cómic para combatir la ola de papanatismo que recorría los Estados Unidos de finales de los 80, por eso es seguramente una de las muestras más desquiciadas y crudas de lo que se puede hacer con un señor vestido de murciélago.
En una de las secuencias, los miembros de la secta – que quiere limpiar Gotham de toda la escoria– se cargan a un chaval que vende algo de hierba para, precisamente, pagarse los estudios universitarios. Más adelante, con un Batman ya abducido y drogado (por el líder de la secta y no obligando al enmascarado a esnifar precisamente) un compañero de culto y él salen para patrullar. El mendigo, transformado en justiciero, le explica al bueno de Bats que el señor de más de 60 años que tienen delante es un chulo y que por eso hay que cargárselo. Bruce Wayne no las tiene todas consigo, alucina y ve al proxeneta en lugar del viejo. No consigue salvarle la vida y prácticamente acaba siendo cómplice de un asesinato, al menos consigue evitar que se carguen a un policía poco después.
Está claro que Wrighston y el guionista Jim Starlin intentan demostrarnos, en una jugada narrativa que haría enfermar a Steve Dikto, que no hay verdades absolutas, que hay una interesante escala de grises en la que nos podemos mover entre el blanco y el negro. O que no se puede medir a todos los criminales con la misma vara.
Cómo no estar de acuerdo. Estaba muy gracioso cuando Chuache en “Danko, Calor Rojo” (“Red Heat”, Walter Hill, 1988) le explicaba a James Belushi que en “Rusia no hay traficantes de droga porque un día los llevaron todos a la Plaza Roja de Moscú y les pegaron un tiro en la cabeza”. Está muy bien porque vista la ascensión de los oligarcas rusos después de la descomposición de la URSS, con sus turbios negocios, uno tiende a pensar que el escarmiento no acabó de dar el resultado que se esperaba.
Si alguien se ha llegado a preguntar cuándo se nos empezaron a ir de las manos los 80... |
Vale, no todo el mundo que alguna vez que ha tenido algo que ver con la droga merece 40 años de cárcel, que sí, que el peyote puede abrir las puertas de la percepción y que hay mucha seta alucinógena en la naturaleza. En todo caso, recordemos una recomendación clásica al respecto; “todas las setas son comestibles, algunas sólo una vez”.
Yo hablo de otra cosa. Yo me refiero a esas sustancias que se cortan con polvo de ladrillo o tiza o Dios sabe qué, provenientes de un origen aún más dudoso y que seguramente os hacen sentir muy bien durante un rato más o menos largo, pero que están promocionando cosas muy chungas. Sí, más chungas que Inditex, por mucho que os quejéis.
Del mismo modo, cuando digo “estas cosas están cortadas con mierda”, la respuesta lógica y rápida es cuánta mierda no llevan ya las cosas que nos comemos cada día entre edulcorantes, endulzantes, y colorantes. Ese razonamiento tiene algo de trampa, porque básicamente pasa lo mismo que con la ropa fabricada en la India, sí, una caña de chocolate contiene una buena dosis de veneno industrial, pero siempre puedes leer (aún con dificultad) en el plástico dichos ingredientes. Si uno se quiere engañar con que algo de eso es sano es porque quiere.
Como ahora las series por streaming parecen haberse transformado en la Buena Nueva, ver reflejadas algunas de las consecuencias del consumo parece servir como curioso revulsivo para algunas personas que lo contemplan con no poca incredulidad y desconfianza. “Sí hombre, el medio gramo que me meto cada 3 meses va a ser lo que mata a los policías colombianos”. Es justamente esa actitud la que provoca al agente Murphy durante la escena que describí al principio de este artículo.
Empero, del mismo modo, estoy bastante seguro de que alguien podría apuntar el dedo acusador al propio equipo de Narcos, esto es “cuántos de los cámaras o los eléctricos o de los actores del reparto no se habrán metido en el cuerpo sus buenos tiritos durante el rodaje”. Mucho me temo que de ser eso cierto no estaríamos muy lejos de cuando Maradona jugaba en partidos contra la droga.
Por supuesto que hay mucha hipocresía y mucho “qué se le va a hacer” con el tema de la droga. También mucho mito y flipamiento. Una de las escenas más comentadas de la primera temporada de Narcos fue una hedonista imagen de uno de los informadores de la DEA, perdido entre hermosas prostitutas en una figurada nube de consumo. Criticada por machista y por perpetuar la visión de la mujer como mero objeto, esta escena contiene también la inevitable consecuencia de una ficción que intenta contarlo todo y deja en manos del espectador el juicio final.
Si tienes coca no necesitas Tinder, parece ser el mensaje (convenientemente censurado para poder verse en Facebook e Instagram) |
Esto es algo que Ángel Codón ha comentado repetidamente en sus podcasts: cómo la cultura popular se ha apropiado de códigos cinematográficos que nacían con intención de denuncia. Los artistas y aficionados al gangsta rap ven “El precio del poder” (“Scarface”, Brian de Palma, 1983) y se quedan con que Tony Montana (acojonante Al Pacino) está rodeado por montañas de cocaína después de haberse follado a la mujer de sus sueños. Lo de estar a punto de morir cada dos por tres ya tal. Del mismo modo, la misma estética “yuppie” que luce el ejecutivo de Narcos no existía como tal hasta que Michael Douglas y el equipo de Wall Street (Oliver Stone, 1987) la patentaron para el personaje de Gordon Gekko, otra muestra de EL MAL personificado que no pocos tiburones de la finanzas tomaron como modelo de comportamiento. Ni la caída de Mario Conde, oiga.
Quizás por eso, Martin Scorsese, hasta las pelotas de todo, decidió mostrar en “El lobo de Wall Street” (“The wolf of wall street”, 2013) a un personaje principal chungo que se lo mete todo – como el propio Scorsese a finales de los 70, cuyo consumo de coca tuvo consecuencias tan gore como llorar sangre - pero que al final queda más o menos redimido. En no pocos espectadores eso se tradujo en tibieza por parte del director a la hora de tratar la historia, pero con su mezcla de drama, comedia y buena planificación artística, el bueno de Martin no hizo más que retratar las cosas de la forma más cercana a como seguramente ocurrieron. Lo siento chavales, no hay moraleja.
O sí.
Otro efecto colateral (deseado o no) de Narcos han sido otras dos ficciones que muestran lo distintos que pueden ser algunos acercamientos sobre el mismo tema.
“Barry Seal: el traficante” (“American Made”, Doug Liman, 2017) es el típico caso de un biopic que se transforma en vehículo para una estrella de Hollywood. Si no creen acertada esta consideración, tan sólo comparen la pinta del personaje en cuya vida se basa el film – el piloto Barry Seal, “reclutado” por la CIA para promocionar las guerrilas en Sudamérica – y nuestro querido Tom Cruise, quien, para empezar, ya tiene más años que tenía el “pobre” Seal cuando lo ejecutaron los lacayos de Escobar.
Puedo asumir cierta “suspensión de la incredulidad” del mismo modo que uno puede dejar de ver a actores treintañeros tomando el lugar de personajes adolescentes que van al instituto en una serie de Tele 5 o Antena 3, pero la distancia física entre el piloto y Tom es muy jodida, por no hablar de la actriz escogida para hacer de su esposa. En otras palabras, por mucho que intente ser más “sucia”, el film de Liman adolece de todos los aspectos edulcorantes que se suelen asociar con las Grandes Producciones del Cine Americano.
Expectativa VS Realidad, Cuando lo pides por Aliexpress VS cuando te llega a casa (2ª Parte) |
No lo veo mal, oiga. Y a mí Tom Cruise no me parece mal actor, quizás su mayor problema es que sigue basando buena parte de los papeles que escoge (y modela) en base a su fisicalidad. Es como si el personaje de “Misión: Imposible” se le hubiera pegado, incluso cuando interpreta a Jack Reacher parece que estuviera haciendo de Ethan Hunt en otra película, algo parecido le pasa a Ryan Reinolds, quién sólo parece tener dos registros: Masacre (Deadpool para los que no os gusta traducir los nombres inventados) o Masacre en otras películas.
Esas parejitas jóvenes |
En la esquina contraria, “Loving Pablo” (Fernando León de Aranoa, 2017) se centra en lo que al espectador medio le habría parecido una interesante trama secundaria a explotar de “Narcos”: la relación entre Escobar y la periodista Virginia Vallejo. Ésta última, por cierto, en la serie recibe el nombre de Valeria Vélez, y es interpretada por Stephanie Sigman, en palabras de la propia Vallejo “una mulata mexicana con pinta de travesti”. En el film de Aranoa la interpreta Penélope Cruz, y a Escobar… ¡Javier Bardem! ¿¿¡Quién coño iba a ser?!!
Reconozco que no he visto “Loving Pablo” más allá del trailer, aunque adelanto que tampoco hace falta de cara a lo que quiero explicar. Hasta donde yo sé, el film no consiguió reventar las taquillas ni reinventar el mito en torno al narcotraficante. También percibo que Bardem usa un tono (no me voy a meter en "el jardín" que supondría comentar el acento) francamente extraño, al menos en el trailer, algo que también se podría aplicar a Penelope.
A lo que iba: en una de las entrevistas promocionales, el actor se puso – como cualquier artista en promoción -, a defender la obra y a su personaje. Lo puedo entender, tanto como entiendo que el propio Bardem nos pida que entendamos cómo Escobar es un producto de la sociedad del momento, o sea, lo que los Monty Python explicaban con un "es un policía justo, pero la culpa la tiene la sociedad".
Lo siento, sé que el lector medio puede sentir una punzada de comprensión hacia Escobar cuando alguien dice que “una chaval nacido en la marginalidad, qué iba a hacer”. Pues claro, plantearle una guerra a su gobierno y cargarse a un montón de inocentes en maniobras de guerra de guerrillas. Sin ni siquiera nombrar las vidas afectadas por la droga. Entiendo que la vida de Pablo Escobar es más cinematográfica que el pobre chaval de las chabolas que a base de tenacidad, estudios y honradez consiguió transformarse en un pequeño burgués, que alguno habrá (espero), qué coño, lo sé porque yo he ido a la facultad con gente de las Tres Mil Viviendas.
El riesgo está en otorgarle a una narración una validez mayor que el objetivo para el que ha sido diseñada, que sí, que a base de hacer muchas cosas, Escobar tuvo que hacer alguna buena, pero el computo general no puede ser más negativo.
Hay otras discusiones sobre la droga que me gustaría tocar en este artículo tan dinámico y divertido: la creatividad y la legalización.
Sobre lo primero, creo que resulta igual de imprudente glorificar a Pablo Escobar como el otorgarle a las drogas el título de buen vehículo para excitar el elemento artístico. La cocaína te hace aguantar más, esto es, estar despierto más horas, con lo cual uno se vuelve más productivo… si se trata de una tarea repetitiva, mientras que la heroína, en líneas generales, paraliza más que otra cosa.
Caso de contrastes: en el documental “Crossfine Hurricane” (Brett Morgen, 2012) se puede ver durante un segundo a Mick Jagger esnifando de un cuchillo – no, no tenía el hombre excesivo miedo a hacerse pupita con nada -, pero en el mismo largometraje se expone lo cerca que estuvo Keith Richards – y su estilo de vida – de cargarse al grupo. Recordemos: “Exile on Main Street” estuvo más cerca de quedarse paralizado como proyecto, no tanto por la detención del guitarrista después de su acusación por tráfico, sino porque su propia actitud vital – no hacer nada porque la heroína lo dejaba aplazando – impedía que las canciones se pudieran grabar de una forma efectiva.
Después de estar a punto de morir unas cuantas veces, asumir que era un adicto y “limpiarse”, David Bowie siempre tuvo mucho cuidado con sus declaraciones sobre la droga. La discusión básica al respecto es que El Delgado Duque Blanco grabó algunas de sus mejores obras cuando estaba hasta arriba de todo, pero se suele olvidar el detalle de que también grabó algunos de sus discos más abyectos con ayuda de los opiaceos. Del mismo modo que se olvida cómo grabó algunas obras francamente notables sin ningún tipo de apoyo químico. Ciertamente, Bowie declaró que “una vez que la cocaína entra en tu vida, el trabajo nunca vuelve a ser el mismo”, pero todo apunta a que hablaba de una percepción del trabajo que de la obra musical en sí.
Del mismo modo, Rick Wright (teclísta de Pink Floyd) y Eric Clapton han comentado en no pocas ocasiones que usaban la droga como algo recreativo, pero cualquier cosa que intentaran grabar “bajo la influencia” era descartado a la mañana siguiente, Wright lo deja aún más claro: “no podía tocar si había tomado drogas”.
Del mismo modo, hay músicos y artistas en general que se drogan lo bastante como para pagar el sueldo anual de una cuadrilla de sicarios pero que crean cosas bastante insulsas, comerciales y planas. Del mismo modo que algunos innovadores como Frank Zappa, Robert Fripp o Steven Wilson expresaron en su día el estar muy en contra del uso de las drogas. No es que se lo vetaran a los músicos que tocaban con ellos – lo que habría imposibilitado muchos bolos entonces – pero desde luego no lo usan para ellos mismos. No sé cómo de decepcionante o traumático debe ser para el porreta y fan medio del autor de “Fracture” que la frase lo que se habrá tenido que meter para que se le ocurra algo así se traduce en un señor que básicamente practica y ensaya mucho en su cuarto.
Fripp es también uno de los músicos que más ha hablado del uso y abuso de las drogas dentro del negocio musical, de hecho, grabó con Bowie y Eno cuando ambos estaban en uno de esos remansos de contención narcótica. Durante su larga carrera, el bueno de Robert ha podido ver que del relajado uso que se hacía de los porros a finales de los 60 del siglo pasado, se pasó al más hiriente y peligroso uso de la cocaína en décadas posteriores.
Y esto nos lleva al punto que seguramente genera más discusiones, rasgaduras de vestiduras y tensiones: Legalización.
La pregunta básica es: Si existe una sustancia que nos haga sentir mejor, rendir más, que se pueda consumir de forma legal y barata ¿Qué tiene de malo? ¿No es acaso mejor que ese dinero vaya a las manos de comerciantes honrados que a las de la mafia?
Ya volvemos con los razonamientos tramposos.
La droga, blanda o dura, produce ciertos efectos agradables para nuestro cerebro, hasta ahí todos de acuerdo. O no, porque hay gente cuyos cerebros reaccionan muy mal con la droga y les puede producir un brote psicótico. Vaya, ya está Fran jodiendo la fiesta. A largo plazo, los narcóticos no tienen ningún buen efecto en nosotros, puede que el que más o el que menos no sufra las consecuencias de un consumo más o menos prolongado, pero si fuerzas la máquina por algún lado, es probable que se tuerza algo después.
Vale, ya hemos visto que la droga se ha democratizado con el tiempo - “democratizado” ¿Ven lo que acabo de hacer con el lenguaje? - con lo cual ya no se puede decir que el consumir no es sinónimo de posición social.
Seguimos para Bingo: por muy pijo que sea tu camello, en algún momento su mercancía proviene de un fardo que se ha introducido de forma ilegal en nuestro país, y lo que pagas por tu medio gramo acaba de un modo u otro pagando el sueldo de un sicario, la compra de una lancha motora imposible de atrapar por parte de las fuerzas de seguridad – “fuerzas de seguridad” es esa gente de la que sólo nos acordamos cuando nos hacen falta pero nos gusta despreciar el resto del tiempo por aquello de las manzanas podridas -, o las balas que se usan en un ajuste de cuentas.
¿Se pueden legalizar las drogas? Cuando escribo esto, sólo hace unas semanas que el progresista Justin Trudeau – no se dejen engañar, es unneocon con todas las letras -, ha legalizado la marihuana. No creo que Canadá se transformé de la noche a la mañana en un sitio en el que la gente se pase todo el día a la bartola, fumada y diciendo “tío, con calma, con caaaaaalma”, del mismo modo que Amsterdam no es pozo de inmundicia, si bien el alcalde de la capital holandesa terminó hasta los cojones de tanto turista porreta.
Y aquí es donde la memoria debe entrar en juego: durante muchos años España era “La botica de Europa” por lo fácil que era conseguir aquí algunas sustancias en principio legales. Coño, la cocaína se empezó a conocer como un efectivo anestésico para las operaciones oculares, se podían comprar botellas de la sustancia… ¿Qué pasó?
Ya, ya lo sé, sólo es heroina |
Pues lo mismo que pasó con el opio en la Inglaterra victoriana, lo mismo que pasa en algunos países en los que se legalizan algunas cosas, que se transforma en un problema de salud pública, visto el plan, si uno quiere joderse la vida lo tiene más fácil tomándose una buena cantidad de matarratas, lo malo es que será una muerte más rápida y menos placentera que con una sobredosis.
Este concepto, ya que estamos, se ha usado muy mal en los medios. La gente por lo general no se muere por tomar una dosis excesiva de una sustancia, sino porque fruto de algún chute o tirito desesperado, se ha hecho de una droga de calidad ínfima, cortada con vaya usted a saber qué. Claro, el cuerpo debe estar bastante debilitado para entonces, pero captan la idea.
“Total Fran, 5.190 palabras para decirnos que la droga es mala ¿No? ¿Y qué vas a hacer con tu vida social?”
Muy fácil amigos, si en una fiesta está todo el mundo borracho y yo sigo sobrio, siempre puedo reírme de las ocurrencias del resto de la gente. Si he bebido pero el resto de la gente decide correr al servicio porque alguien se ha hecho con un poco de polvo blanco, yo puedo seguir con mi cubata tranquilamente, pero con toda seguridad entablaré con más facilidad conversación con la gente que no haya salido corriendo al baño. Y si al final todo el mundo entra en el bucle de conversaciones absurdas que se da cuando todo el mundo ha arqueado la espalda en el water, con calma me voy yendo, porque en ese plan nadie me echará en falta. Distinto es, claro, si la persona que me acompaña en la fiesta se ha sumado “al tema”.
Entonces entenderé que esa persona no entiende igual que yo el tema de la drogaína, y entonces me iré igualmente, quizás un poco más cabreado, porque a uno siempre le hace ilusión eso de hacer piña con la persona que le acompaña. Aunque haya gente a la que eso le pueda sorprender.
Por supuesto, alguien me puede saltar con el “Carpe Diem” y el “Aprovechar cada momento al máximo”. Supongo que porque todos vivís en esa burbuja infantil de “El club de los poetas muertos” en la que es mejor suicidarse que no ser actor. Pues muy bien, aprovechad el momento hasta el máximo así reventéis, total, no os lleváis al más allá a todo el mundo que se preocupa por vosotros ¿Cierto? Estos son mis valores, y si no le gustan, ya puede comerme los huevos.
Porque no soy tan miserable como Carlos Herrera para usar frases de Groucho Marx para asignarme una gracia que no tengo.
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