domingo, 18 de noviembre de 2018

UNA COSA CORTITA: ELOGIO Y DESPRECIO AL PARAGUAS

En Sevilla llueve, es a veces una maravilla porque el inocente turista que viene de más allá de Despeñaperros se sorprende como el inglés que pisa suelo español en diciembre para descubrir que los calcetines de gris pálido bajo sandalias no casan con el tiempo invernal, por muy mediterráneo que sea. Pero mucho ha de llover para que yo salga a la calle con un paraguas en mano.

No se trata de que me cayera en una marmita de paraguas cuando era pequeño, de hecho, no es que le tenga una especial manía al objeto en sí, se la tengo a mi despiste.

Porque sí, soy una de esas personas que, de tener que usar gafas – veremos después del próximo examen médico para renovar el carnet de conducir – estaría todo el tiempo preguntando dónde coño las he puesto… sólo para descubrir que las tengo subidas en la frente, enganchadas en el cuello de la camisa o atadas a mi propio cuello con uno de esos cordeles a lo Fernando Sánchez Dragó, pero sin los complicadas afirmaciones sobre la pedofília y sin el pensamiento de extrema derecha que me hace rechazar a las mujeres de izquierda(¿?).

En otras palabras, que tengo un importante despiste encima, un despiste que, desde que tengo conocimiento de él, he intentado eliminar de la mejor forma posible: prestando atención a lo que hago e intentando que la cabeza no se me vaya a cualquier otro sitio. Obviamente, con variables niveles de éxito.

En el caso de los paraguas se trata ya de algo paradigmático, he perdido la cuenta de dichos artilugios para resguardar del agua que se han quedado en salones recreativos, bares, casas de amigos o familiares, maleteros de coches de amigos o familiares, aulas de colegios, institutos o universidades, etc, etc. 

Yo entiendo que el paraguas es necesario, aunque en esos casos en los que se pone literalmente a diluviar – os recuerdo que hasta Sevilla tiene sierra – y el viento hace que el agua ataque en todas las direcciones, la verticalidad del ingenio lo vuelve un poco inútil, que sí, que sí, que lo puedes mover para protegerte un poco mejor pero a base de cargarte tu visibilidad y cargarte a otra persona si llevas uno de esos con punta afilada.

No recuerdo haber comprado un paraguas en mi vida, tal es mi relación con el objeto en sí, todos los que tengo en casa han surgido de ese trueque implícito que lleva el visitar a alguien (o que alguien te visite) cuando caen rayos y centellas en la calle. 

Pero cuando no cae mucha agua, me gusta no llevarlo. No sólo elimina las posibilidades de que se me pierda, sino que así puedo mojar mi cabeza con gotas de lluvia, que dicen que es muy buena para que crezca el pelo, que llegados a ciertas edades cualquier superstición es buena compañera para según qué asuntos.

Ahora bien, si lo de los paraguas es paradigmático, lo que me pasó hace unas semanas entra ya en el más puro paroxismo: un amigo había vuelto a Sevilla después de una breve temporada en su Granada natal. Quedamos en un bar (como está mandao) para celebrar su regreso. Era un día de chiribiri, pero aún así me llevé un paraguas al azar. De hecho, antes de la quedada, pasé por un mini festival metalero y logré que el paraguas no se apartara mucho de mis manos. Incluso logré reparar en él cuando volví del servicio, y llevármelo de la mesa del lugar en el que otros cuantos estábamos de tapas.

Pero fue en el último bar cuando se consumó la tragedia. Me encontraba ya a medio camino de casa, con el cielo despejado de nubes, que caí en la cuenta de que ya no tenía mi protección contra el agua entre los dedos. Le escribí un mensaje a mi colega para que lo dejase en la barra del bar y que yo ya pasaría a recogerlo.

Pasó una semana, de un sábado a otro, hasta que reuní las suficientes neuronas como para pasarme a recogerlo. Después de un par de bromas ridículas con los trabajadores del bar para tapar mi despiste: “pensaba que ya habría generado beneficios / creía que lo mismo habría empezado a reproducirse”, describí el artilugio para que nadie pensara que estaba intentando llevarme un paraguas de gratis:

Yo: - Uno azul con el mango de madera. (Ruido de bar de fondo que seguramente ahogara mi descripción).
Barman: - ¡Ah, sí! Uno negro muy grande.

La compañera del barman volvió con, efectivamente, un enorme paraguas negro, que es lo que me llevé a casa en otro día sin nubes ni peligro de lluvia en las calles, con los transeúntes mirándome con expresiones de (justificada) extrañeza que se combinaban con furtivas miradas al cielo.

Por eso no suelo salir con paraguas.


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