jueves, 9 de mayo de 2019

“IN THE PINK” un libro de Nick Sedgwick (con intrusivas aportaciones por parte de Rogelio Inodoros / Roger Waters)

Esta es la pinta que tiene, sin la absenta ni los CDs de fondo, claro


Pink Floyd, aparte de uno de los grupos más grandes de la Historia de la Música, es una organización discreta hasta llegar al más absurdo secretismo. Graban discos y preparan lujosas cajas recopilatorias (¿¡500 pavos?! Supongo que las credenciales “socialistas” de algunos de sus miembros se hundieron en la erección de un buen plan de pensiones o una suntuosa herencia que legar) sin que nadie, salvo sus fans más acerrimos, sepan de estos preparativos. 

Como muy bien dice Bob Geldof en el documental “Behind the wall”: “Durante años nadie sabia quiénes eran Pink Floyd”. De hecho, cuando empecé a interesarme por su música durante mi adolescencia, sospechaba que el nombre respondía al de un músico en solitario. Pink Floyd se daba a esas confusiones, a fin de cuentas, resultaba de la unión de otros dos nombres pertenecientes a sendos bluesmen de los que el fan medio nunca habría oído hablar de no ser porque Syd Barret - primer guitarrista y temprano líder del grupo – creyó que eran buenos candidatos para identificar a su combo. Sin olvidar el perverso parecido, en inglés, a “Fluido Rosa”, un par de palabras que seguramente tenían algún tipo de significación privada durante los lisérgicos 60. O no, pero sirve para un buen titular.




En todo caso, dicha discreción por parte de la banda – en muy pocos casos sus caras han decorado alguna parte del diseño de sus álbumes – les permitió llevar durante muchos años el tipo de vida deseable para muchos que se encuentran en su nivel: ricos y famosos pero difíciles de reconocer si te los encuentras en el súper. Esto es, si es que después del éxito de “The darkside of the moon” (1973) alguno de ellos tenía la necesidad o si acaso era capaz de imaginarse yendo a comprar algo personalmente.

Estoy exagerando, por supuesto. Pero el cuidadoso acercamiento a la fama del grupo tendría su justificación durante el vendaval de mierda que fue el cruce de denuncias judiciales entre Roger Waters – bajista, compositor principal y lider de facto del grupo tras la marcha de Barrett – y el resto de PF, durante el camino plagado de minas que fue la grabación del adecuadamente titulado “A momentary lapse of reason” (1987) y su posterior gira.



Tampoco es que hasta entonces la existencia de la banda hubiera estado libre de traumas y rumores. El deterioro mental del propio Syd Barret y su misteriosa desaparición de la primera línea en un figurado Paseo de la Fama ya había sido deliciosamente mitificado por fans de la primera etapa del grupo, incluyendo los que escribían en la prensa musical de la época.

Nick Sedgwick, el autor del libro que nos ocupa, no creía mucho en leyendas de ningún tipo. Y si algún aficionado a la música de Pink Floyd dudaba de que éstos eran más humanos y menos profetas espaciales de lo que su fama tiende a hacernos pensar, este volumen eliminará de un plumazo tal resquemor.

¿Quién era Nick Sedgwick?

Una rápida búsqueda en Google no revelará gran cosa sobre el escritor más allá de su autoría de este libro sobre Pink Floyd, y eso sorteando toda la gente con el mismo nombre cuyas ocupaciones tiene poco o nada que ver con el hecho de escribir sobre música.

Sedgwick era, tal y como él mismo explica en “In the Pink” un “townie”, esto es, un residente natural de Cambridge cuyos padres no formaban parte efectiva de ningún aspecto formal de la Ciudad Universitaria. Un término que se suele usar para aquellos relacionados con Pink Floyd es “Cambridge Mafia”, esto es, toda la gente que formaba parte de la vida en el lugar, en reflejo de la “Memphis Mafia”, los lugartenientes de Elvis Presley que mantenían al Rey del Ruack alejado (y a veces protegido) de la realidad. En el caso de Cambridge, esa mafia incluye a todo el grupo, al genial Storm Thorgerson – impertérrito diseñador de sus portadas y cofundador del estudio gráfico Hipgnosis – así como a algunos de los músicos adicionales de Pink Floyd en directo, tales como el saxofonista Dick Parry o el guitarra Tim Renwick. 

Siendo coetáneo, oriundo del mismo lugar y compartiendo algunas inquietudes artísticas amén de otras algo menos elevadas (como el consumo de buena hierba) con los Floyd, era lógico que Sedgwick acabara orbitando alrededor de las mismas esferas que la banda. Aunque Nick nunca estudiara en la Universidad bajo cuya sombra había crecido, su posición como estudiante y miembro de lo que hoy llamaríamos “Aula de Cultura” en la – entonces - nueva Universidad de Essex permitió que ejerciera como promotor de uno de los primeros bolos de la banda en aquel virgen territorio estudiantil.

El autor


Durante años, mientras intentaba encauzar su vida después de licenciarse, Nick mantuvo una cautelosa distancia con sus antiguos colegas mientras estos andaban muy ocupados con cimentar su leyenda a base de discos innovadores y canciones inolvidables. Algo tan en apariencia inconsecuente como heredar un conjunto de palos de golf motivó que Sedgwick se animara a contactar con Waters para proponerle echar una partida juntos. Como con el Overwatch o el Fortnite pero teniendo que salir de casa e interactuar cara a cara con otras personas.

Y de ese breve encuentro, este libro.

¿Qué cuenta “In the pink”?

Como buena parte del material inédito de la banda (añadamos los conciertos del montaje original de “The Wall” filmados por Alan Parker o cualquier grabación profesional de algún bolo de la gira de “Animals”), el manuscrito que nos ocupa alcanzó un estatus demítico entre los fans. Se sabía de su existencia y el batería Nick Mason, en su biografía del grupo, confirmó los motivos por los cuales dicho volumen quedó inédito. Básicamente, las horas de conversación transcritas no dibujaban a los Floyd – grupo, equipo técnico, mánager – bajo una luz especialmente favorable y la banda decidió vetar su publicación.

Por supuesto, cuando uno intenta ser tan sucinto con semejante explicación, lo único que consigue es suscitar más interés en dicho manuscrito ¿Habría para tanto? (Ya les digo que no) ¿Podríamos leerlo alguna vez? 

Desarrollaré mi respuesta a la primera pregunta en este ÉPICO (para variar) artículo. Sobre lo segundo, me refiero al prólogo del libro, escrito por el miembro de Pink Floyd más cercano a Sedgwick, esto es, Roger Waters.

Sedgwick fallece en 2011, víctima de un tumor cerebral. En 2017, cuando la nueva gira de Roger Waters está activando su maquinaria (esa gira con la que se supone que fui “tan duro” en mi reseña para This is Rock tras su paso por Madrid), el bajista decidió editar “In the Pink”, si bien sólo se podía adquirir en la tienda de la exposición londinense “Their Mortal Remains”, en la tiendaonline de Waters o en el puesto de Merchandising que se despliega en cada bolo. Llevado por su fidelidad a un viejo amigo, todos los beneficios de la venta van a parar a la familia de Sedgwick. Esa misma fidelidad es lo que provoca esta edición ya que, como el propio bajista cuenta en el prologo a la segunda parte del libro, la única persona que aparece en sus páginas cuyo privacidad debiera respetarse – su primera esposa, Judy Trim – murió en 2001 (cáncer de mama) faltándole añadir un “y al resto, que le den”.

¿Mande?


Pero, al igual que muchas cosas que rodean a Pink Floyd, esta autoedición está muy lejos del libro de tapa blanda y papel barato que se puede permitir el común de los mortales cuando encarga que le publiquen esa novelita de la que se siente tan orgulloso (es que Planeta me hace el vacío ¿Sabe usted?): aunque como muy bien señala una de las reseñas del volumen, ni siquiera luce un ISBN que llevarnos a la boca, las páginas son un un gramaje que da gusto pasarlas, las numerosas fotos tienen una calidad estupenda – no así la portada, que no es muy representativa del material gráfico -, ya sean en color o en blanco y negro, en otras palabras, físicamente, da gusto abrirlo y pasar sus páginas. Incluso a pesar de las intrusivas notas a mano (y tinta) de Roger sobre el propio texto, que a veces resultan incompresibles, dada la caligrafía del músico.

El libro se divide en 3 partes. En la primera, Sedgwick nos pone en antecedentes sobre su propia vida, sobre cómo la Universidad de Cambridge proyectaba (insisto) su alargada sombra sobre las vidas de aquellos que eran vecinos del campus, los primeros pasos con el sexo, la música y las drogas. No necesariamente en ese orden. También se nombre un breve momento en el que el autor es promocionado a letrista de un grupo que comparte oficina de representación con Floyd, son italianos y buscan romper en el mercado inglés mediante el uso de su idioma. Una estrategia que en la historia de la música sólo parece haberle funcionado a los músicos del norte de Europa, tocando el pop más accesible y edulcorado que puede imaginar una mente transalpina. De aquella aventura se nos cuenta poco y mal, esto se debe a que Sedgwick decide adoptar una visión chovinista con respecto al grupo de marras, del que no sabemos ni el nombre.

Gente Floydiana


La segunda parte es la narración de un viaje en el que Nick, en calidad de amigo de la pareja Waters, los acompaña a su propiedad en las costas griegas. Uno casi diría que esta narración conforma el grueso del libro. Para el fan de Pink Floyd que busca rastros de canciones inéditas, datos de conciertos poco conocidos o colaboraciones estrambóticas, seguramente se haga interminable.

Para ser claros, esta segunda parte cuenta cómo el matrimonio de Roger se desquebraja delante de los ojos de su colega. Se nos da a entender que para Judy fue muy complicado – por no decir imposible – asumir la nueva posición económica y social que conllevaba el éxito de los Floyd. Motivos no le faltaron, en cada esquina, los supuestos “nuevos amigos” que salían al paso sólo parecían querer dicha amistad con vista a sablearles, timarles, cuando no directamente robarles.

No ayudan tampoco las repetidas (y reconocidas) infidelidades de Roger durante las giras o que su mujer decida pagarle con la misma moneda durante su estancia en una Grecia que, para terminar de redondear la jugada, se sumía en una crisis política.



Sedgwick nos traslada convenientemente a una villa de vacaciones de mediados de los 70, que como todos los sitios de vacaciones de todas las épocas, resulta espartana hasta el tedio. Los Waters tienen que guardar dinero en metálico entre los botes de especias que tienen en las estanterías – porque en aquellos años, las tarjetas de crédito y el Paypal como que no -, mientras soportan el aburrimiento o la tensión de compartir espacio a base de juegos de carta, conversaciones filosóficas y salir a navegar.

El autor lo cuenta todo desde una posición tan privilegiada como comprometida, en aquel momento, Nick también pasa por una etapa tempestuosa en su vida personal porque intenta mantener el fuego en una relación con una chica más joven con él. Con el añadido de que ésta se ha embarcado en uno de esos viajes de auto descubrimiento por el mundo. Como muchos hombres que “no lo tienen muy claro”, Sedgwick alienta ese viaje, mientras que al mismo tiempo no puede evitar maniobras tan desesperadas como intentar ponerse en contacto con su (¿ex?) pareja a través de una cabina telefónica. Desde un pueblecito de la costa griega. A mediados de los 70. (Sale mal).

También es una posición comprometida porque el autor es amigo de Waters, y aunque le ve los pies de barro a su colega, no hay que ser muy suspicaz para darse cuenta de que admira a Roger. Puede que no sea una admiración del tipo “oh, se hará lo que tú digas, amo y señor”, pero desde luego se deja llevar, de otra forma no habría aceptado formar parte de una larga expedición por Europa con un matrimonio en plena crisis. Uno de los puntos álgidos de esta narración es cuando Nick visita una propiedad no muy lejos de la propia villa de Waters que casi se le antoja accesible para su bolsillo, con la idea de poder ser vecino estival del bajista, el cual incluso le propone adelantarle el dinero.



Más allá de la visita a la casa, no saldrá nada de este asunto, salvo una inesperada radiografía del carácter de Roger. Se nos da la impresión de que nos encontramos ante un hombre que necesita tener cerca a gente que le diga las verdades a la cara, no es tanto que los quiera comprarpero entendemos que la férrea seguridad que tiene en si mismo requiere de la confirmación por parte de personas cercanas que le puedan decir “no tengo muy claro si eso es buena idea”. 

No obstante, ya les digo que Nick admira lo resolutivo, lo competitivo y lo un tanto cínico (guapo ya no) que es Roger. Aunque uno viene a este libro con ambiciones “floydianas”, el escritor consigue mantener un pulso narrativo lo bastante firme como para que esta parte de la obra resulte entretenida. Pero es sobre todo el relato de cómo se desmorona una vida doméstica.

Aviones, trenes y limusinas.

La última parte puede que sea la de más interés para el fan medio de Pink Floyd. Nos situamos en 1974, durante el año anterior, “The darkside of the moon” se ha transformado en ÉL disco, ese álbum del que todo el mundo ha oído hablar o del que tiene una copia. Como el “Tubular Bells” de Mike Oldfield, se transforma en la banda sonora de la primera mitad de los 70, cuando el individualismo, el hedonismo y la sofisticación parecen haber superado ampliamente al espíritu rebelde de la década anterior.

El Rock ya se ha transformado en una forma de arte que se puede tomar en serio – tal y como confirman la prensa musical de la época, con largas parrafadas para describir el asalto sonoro de la música del momento – mientras que los chavales que lo practican se han transformado en adultos con hipotecas o divorcios (o camellos) que pagar. Algunos de ellos se pasarán con la seriedad o con las drogas, (o los divorcios) dando paso a la revolución del Punk, los cuales también se pasarán con la seriedad y las drogas, - no tanto con los divorcios - porque todo cambia para permanecer igual.



En esta época, los Floyd están intentando registrar la continuación al disco que les va a asegurar la jubilación – o se la hubiera asegurado si su buena vista para las inversiones no fuese inversamente proporcional a sus capacidades musicales – en un clima enrarecido. Están tocando algunas piezas que deberían formar parte del nuevo disco, entre ellas la magna suite que es “Shine on you crazy diamond” además de otros dos temas largos: “You gotta be crazy” y “Raving and drooling”.

Sedgwick también está viéndolas venir, como quien dice. La situación en Grecia se volvió tan insostenible que el pobre escritor se tuvo que volver al Reino Unido en uno de esos destartalados trenes que se ofertaban en la Europa del momento, sólo, y reflexionando sobre lo que acababa de ocurrir en lo que se suponía iban a ser unos placenteros días de relax. Ni siquiera presenciar la combustión espontanea del matrimonio del músico fue suficiente para que la relación entre ambos acabara por enrarecerse. Waters sigue acudiendo a su amigo, y de hecho le anima ante su siguiente idea: escribir una biografía sobre Pink Floyd.

Imprescindible


En un principio, se supone que será un trabajo conjunto entre Nick y Storm Thorgerson. Como es bien sabido, Storm poseía un carácter tan tempestuoso como su nombre, sus diseños grandilocuentes (y caros) para los vinilos de los grupos que tenían en su cartera de clientes encajaban a la perfección con su forma de encarar la vida, pasando de una explosión a la siguiente. Algo que casi consigue que su estudio de diseño gráfico se quedara sin la cuenta de Led Zeppelin tras un encontronazo con Jimmy Page. 

Por supuesto, Thorgerson se desentiende del proyecto biográfico en cuanto puede, dejando al pobre Nick, grabadora y cuaderno en mano, la difícil situación de acompañar al grupo durante su vuelta al directo en una complicada gira, primero en suelo británico y después por Estados Unidos. 

Por lo tanto, hay que dejar una cosa clara: lo que tenemos en “In the pink” no es una biografía al uso de Pink Floyd, de hecho, esa idea se abandonó muy pronto, vista la envergadura del proyecto. Lo que Sedgwick acaba entregando se acerca más a un bitácora, muy bien escrito, con el suficiente salseopara mantener entretenido al fan más casual (si es que un fan casual pudiera sentir el impulso de hacerse con este libro) pero que a la larga resulta un tanto frustrante.

Excesivamente premonitoria foto con Barret en el centro desenfocándose  durante las sesiones del segundo álbum de los Floyd


O dicho de otra forma: su gran virtud es a la vez su gran defecto. Nick tiene un acceso íntimo al núcleo Floydiano, pero su saber sobre la banda dista mucho de ser enciclopédico: en una de sus intrusivas notas escritas a mano, Waters tiene que corregir al escritor cuando afirma que “You gotta be crazy” y “Raving and drooling” acabarían formando parte de “Wish you were here” (1975) cuando en realidad aparecerían bajo otros nombres - “Dogs” y “Sheep” - en el más posterior “Animals” (1977).

Otro aspecto positivo del texto es que su autor carece de la fascinación por la música o por el ritual que es un concierto de Rock, y aún menos por el del uno de los Floyd. La actitud fanática de los seguidores del grupo se le antoja pueril, casi absurda, de hecho, en un momento dado está a punto de confesarle a Roger que si no tuviera tantas comodidades para seguir a la banda (se hospeda en los mismos lujosos hoteles que el grupo, tiene un pase que le permite acceso hasta los camerinos, bebida y comida gratis) seguramente sería incapaz de ser tan sacrificado como los fans más jóvenes, los cuales, en una Inglaterra cercada por el paro y el recuerdo de una reciente crisis petrolera, ahorran sus peniques para poder comprar las entradas de los conciertos, hacen cola para pillarlas o esperan horas en las puertas de los recintos para coger buen sitio. Y mejor no hablar de qué le parece al escritor eso de quedarse a la salida para ver si sus ídolos les pueden hacer un garabato en sus preciadas copias de los discos.

Ese distanciamiento, tan poco habitual en los libros sobre músicos resulta en el mismo problema que tienen obras con un tratamiento similar - la biografía sobre John Lennon de Albert Goldman o el propio volumen sobre el primer álbum de Mecano escrito por Grace Morales serían otros buenos ejemplos – a saber: que se acaba con algunas apreciaciones directamente crueles que al lector le hace preguntarse “¿Para qué dedicas tanto tiempo a escribir tantas palabras sobre el tema entonces?”

Tan imprescindible como falto de amor por el material analizado


Sedgwick empieza su andadura con los Floyd asistiendo a los ensayos previos a la gira por Inglaterra. Ya ahí empiezan los resquemores, según se acerca la fecha del primer concierto, Nick se sorprende lo cogido con alfileres que está todo: las suntuosas nuevas secuencias cinematográficas que Pink Floyd ha encargado para su proyección en la característica pantalla circular del grupo no acaban de funcionar, por su escasa calidad y por las dificultades para sincronizarlas con la música. Incluso una cosa tan tonta como los dígitos de una cuenta atrás que anunciará a los asistentes del concierto de cuándo va a empezar el mismo ha de desecharse en el último momento.

Además, los Floyd se han auto impuesto no poca presión con el nuevo espectáculo gracias a esa primera parte del bolo que se compone de 3 temas nuevos de considerable duración que nadie ha escuchado antes. Recordemos, se trata de una época en la que Internet era una cosa que se formulaba vagamente en la ciencia-ficción, así que ni siquiera se podía lanzar un teaserde las nuevas canciones ni había un vídeo al día siguiente para que los fans del próximo concierto se supieran hasta los acordes para cuando la gira parase en su ciudad.

Ergo, para los propios fans tampoco era fácil asistir a uno de los bolos de PF en la época. Si uno sólo tenía un interés tangencial por la música del grupo, iba a tardar más de 60 minutos en escuchar algo que le fuera mínimamente familiar, porque después de la primera hora de nuevas composiciones, había un descanso, a la vuelta el grupo toca de principio a fin “The darkside of the moon” y termina con “Echoes” (de “Meddle”, 1971). Eso sí, para los que llevaban siguiendo al grupo varios años, esos espectáculos debieron de resultar una delicia.




Y es que por mucho molestar que hubiese en el grupo, seguían siendo unos grandes profesionales exigentes con cada aspecto de su arte. Excepto, se nos da a entender en el libro, con ellos mismos.

Buena cuenta de ello dan las grabaciones piratas que han sobrevivido de esos conciertos. Sedgwick también lo percibe: las cosas no van bien, la supuesta excelencia sonora de la que siempre se ha enorgullecido la banda no acaba de aparecer en los primeros bolos. El dedo acusador apunta a Rufus Cartwright, un bisoño ingeniero de sonido acostumbrado al trabajo en estudio, (participó en el primer álbum de Supertramp), un chaval de colegio privado al que no le gustan las jugarretas que le gastan los pipas y que encima se las tiene que ver con una nueva pero supuestamente revolucionaria mesa de mezclas.

El dramatis personaede esta gira no queda completo sin la presencia de Arthur Max. De nuevo, se trata de un nombre que sonará a los que leyeran el volumen escrito por Nick Mason: Max era el responsable del lujoso juego de luces que también había servido para cimentar la buena fama de los directos floydianos, pero su carácter, dado al abuso verbal para con el resto del equipo, lo transforman en una compañía poco agradable. Todas sus indicaciones eran ordenes que llegaban a los técnicos a un volumen desproporcionado y acompañadas de floridos adjetivos. Quizás esta descripción por parte de Nick Mason deje bastante claro el ambiente que sembraba el jefe de iluminación: “Arthur no solía quedarse después de los conciertos para realizar una autopsia del show, no fuera a acabar siendo la suya”.

No deja de ser curioso que una banda tan en apariencia tranquila como los Floyd no dejara de rodearse por personas con una personalidad tan volátil. Max está todo el rato con el miedo de ser el que pague el pato por los errores que se pueden cometer durante el espectáculo, al tiempo que no para de señalar los fallos y cagadas de aquellos que están (o no) a su cargo. Sin olvidar el mantra que se le adjudica: “no tengo un contrato”.

Ese es parte del drama recurrente de casi todo el mundo que forma parte del equipo. Ahora que la banda es mucho más grande ¿Qué va a pasar con ellos? ¿Seguirán con su existencia a salto de mata incluso ahora que el futuro de Pink Floyd parece más afianzado que nunca? 

Ese es otro detalle que Sedgwick capta a la perfección: aunque el grupo ha alcanzado unas cotas de éxito inimaginables, un resquemor recorre a toda la “empresa”, incluyendo al mánager. En una demostración de divertida (pero innecesaria) crueldad, Nick nos recuerda que Steve O’Rourke, templado representante de Pink Floyd, fue comercial de comida para perros antes de entrar en el circo del Rock. Su maniobra de ventas más espectacular era comer su propia mercancía con el eslogan de “si está lo bastante buena para mí, lo estará para tu perro”. El escritor subraya que el sabor del alimento para mascotas aún debe presentarse en la boca de Steve cada vez que ve peligrar su posición.



A decir verdad, todas las posiciones en la banda parecen estar en severo peligro. Esta es la gira en la que, a distintas alturas de la misma, cada miembro de Pink Floyd le presentó su dimisión a su representante. Pura Depresión de Nuevo Rico.

Sedgwick hace muy bien en retratar cómo las ventas de “The Darkside of the Moon” lo han cambiado todo. No se trata ya sólo del estatus social de los Floyd, también del significado o supuesta profundidad de lo que hacen. Por supuesto, si se tratara de otros individuos y no de una banda inglesa con torturadas aspiraciones intelectuales, todas estas consideraciones estarían fuera de lugar, que siga rulando la pasta, la droga y las putas.

Pero ni siquiera el hecho de que Waters muestre como una bravata que compone los temas con su particular kitde composición (guitarra, cuaderno, lápiz, diccionario de rimas), consigue retirar un poco de la mística que solemos asociar con el acto creativo. Aunque ya en el retiro griego, el bajista parece sopesar cada nueva canción como otro cero añadido a su cuenta corriente ¿Cinismo o un intento de demostrar que no tiene miedo a la presión de hacer otro disco superventas?

En este sentido, no deja de ser graciosa una de las conversaciones de camerino que recoge la obra. Los miembros de Floyd discuten cómo se deberían repartir los porcentajes de autoría sobre las canciones que están estrenando en los conciertos. Un imponente 80% queda entre Roger y David Gilmour, quedando el raquítico 20% restante para el teclista Richard Wright, no dejando ni una propina para el batería Nick Mason.

Los que viesen “Bohemian Rhapsody” (¿Bryan Singer? 2018) recordaran que Brian May se opuso bastante a la inclusión de “I’m love with my car” - tema compuesto y cantado por el batería Roger Taylor – en el álbum “A night at the opera” (1975). May debió de insistir mucho en que se incluyese esa escena en el guión, ya que dicho tema es una herida que parece aún sangrarle al guitarrista. No solo se incluyó en el disco, sino que además fue la cara B del propio single “Bohemian Rhapsody”, ergo, cuando el largo tema de los Queen fue Número 1, por fuerza, Taylor y Mercury fueron los que cobraron más por los royalties. Lo cual puede demostrar la poca fe que tenía el grupo, en el fondo, en sus Escaramouges y Figaros, al poner un tema tan chungocomo cara B.



Igualmente, a Nick Mason se le otorgó en solitario la autoría de “Speak to me”, el cúmulo de efectos sonoros que sirve como prólogo de “The darkside of the moon”. Waters se lamentaría posteriormente de esa decisión grupal. Al igual que sucede con Taylor, el tener un tema acreditado en uno de los discos más vendidos de la historia, le reportó más beneficios que a otros miembros de la banda que, a pesar de tener un mayor peso en la música, se tenían que contentar con una firma de co-compositor. 

Siendo malos, con ese dinero, Mason se pudo permitir comprar todos los coches clásicos de alta gama que colecciona, que a su vez le sirvieron años después como aval bancario para financiar la primera gira de Pink Floyd sin Roger Waters.



Teniendo todo esto en cuenta, no es extraño que a Mason no se le quisiera dar otra oportunidad para firmar un tema, fuese un cúmulo de efectos o no.

En defensa del batería, diré que él siempre ha sido muy claro con su falta de capacidad para crear música, “yo no compongo” dice en una entrevista que se incluyó en una de las primeras biografías en castellano que se publican sobre Pink Floyd. Tanto es así, que como él mismo explica en la biografía sobre la banda, su primer disco en solitario,“Fictitious Sports” (1981) fue una forma de conseguir que Carla Bley publicase sus canciones. Era más fácil que una discográfica apoyase un disco del batería de Pink Floyd que el de una pianista de jazz experimental.



Otro detalle que surge en el libro de Mason y que se ve reflejado en este “In the pink” es cuando el batería narra una ocasión en la que Arthur Max convence al grupo para “filmar” un set de la gira. Según su anécdota, el jefe de luces inundó el escenario con sus focos. Esto tiene sentido, de siempre se han tenido que poner más potencia lumínica porque la sensibilidad del celuloide – y no digamos ya de los tempranos formatos de vídeo – no es la misma que la del ojo humano. Para el avispado fan, esta historia hace que salten las alarmas ¿Existe un vídeo BIEN grabado de un show de 1974 en su totalidad?

El libro de Sedgwick destruye esas esperanzas de un plumazo: lo que usa Max es una videocámara (una vídeocamara de 1974, intentemos imaginar por unos segundos la calidad de imagen del artilugio) y su forma de grabar el show es quitando todos los filtros de colores de los focos. Los fans del concierto en cuestión se enfrentan a una primera parte del set en la que el grupo toca canciones desconocidas y a una iluminación espartana.



Los Floyd, que notan cómo los haces blancos de sus luces les hacen sudar la gota gorda al tiempo que se lleva todo el posible dramatismo de sus actuaciones, deciden que como broma ya está bien, por lo que le piden a Arthur que restituya los filtros para la segunda parte. Y ahí se acaba el sueño de un show de 1974 que, a fin de cuentas, se grabó con una sola cámara en un trípode.

Según avanza el tour por las islas británicas, se multiplican los problemas. Rufus no se hace con la mesa, con lo que el sonido se sigue resintiendo, además el pobre ingeniero (y la propia banda) carece de las habilidades sociales para aislar el problema y hablarlo con sus superiores. Tampoco ayuda cierta reseña del escritor Nick Kent.

La crítica de Kent del concierto en Wembley es un recuerdo doloroso para los Floyd, tanto es así que el escritor es una de las cabezas parlantes que aparece en el documental sobre la gestación de “Wish you were here”. Doloroso porque, por mucho que escueza, el hombre de New Musical Express dio en la diana en varias ocasiones, en otras palabras, mostró que los ropajes del emperador eran inexistentes y que éste iba arrastrando sus lorzas desnudas por toda Inglaterra.

Inevitablemente, Sedgwick toma partido en su volumen, y se explaya. Aunque es también consciente de que la banda de su colega no está en su mejor momento, tampoco asume de buena gana los ataques de Kent. Para empezar, la toma con el hecho de que el crítico es fan de Syd Barret, en otras palabras, un enamorado del “complejo James Dean”, de esos que creen que el ex-líder de los Floyd era un genio cuyo legado debiera tomarse en más consideración que las exageradas aventuras sonoras de la banda que dejó.

Sedgwick también estuvo presente en las famosas sesiones de 1975 en las que un Barret con sobrepeso, con todo el vello facial rasurado (incluyendo las cejas, recuerden cierta escena de la película “The Wall” dirigida por Alan Parker, estrenada en 1981 y basada en el álbum homónimo que los Floyd lanzan en 1979) aunque previamente ya había mantenido algunos encuentros breves con el mítico Syd. El escritor explica que, quizás debido a la mística aura que solía rodear a Barret, siempre le costó iniciar una conversación normal con el músico, desde luego, tampoco es que Nick pareciese especialmente impresionado con su persona.

En una demostración de la personalidad pasivo-agresiva del inglés medio, los Floyd acogerán el artículo de Kent con una divertida displicencia que se acaba filtrando en las conversaciones del grupo hasta desembocar en una disputa en la que, desde el punto de vista de Sedgwick, se nos muestran los roles que suelen adoptar los miembros de la banda.

Nick Mason, sardónico y hasta cierto punto despreocupado, no quiere que su (aparentemente) minúsculo papel musical se vea empequeñecido y encima tener que cargar con algo de la culpa cuando las actuaciones se resienten por alguna inconsistencia en el ritmo. Rick Wright parece estar en una continua búsqueda de atención, como si fuera consciente del hecho de que es el “más músico” de los cuatro, pero al mismo tiempo sabe que le falta el empuje de hacer cosas por su cuenta. Roger Waters es el puto amoy sus críticas siempre parecen estar justificadas porque sabe que si no es por ímpetu, el barco que es Pink Floyd acabaría por hundirse. David Gilmour intenta resumirlo todo con su “the simple fact is...”, una frase que se con los años se ha transformado en un latiguillo que el resto de la banda acoge con cachondeo, conscientes de que esa es su forma de atajar toda discusión.



Waters, cuya tendencia a chinchar parece inagotable, tituló “The simple facts” al epilogo de Preguntas y Respuestas con su coleguita Mason que sólo se pudo disfrutar en la proyección cinematográfica de su revisión de “The Wall” (estrenada en 2014) y en la edición Especial Que te Cagas de Cara del mismo. Porque por mucho que pasen los años, siempre hace bueno para chinchar a David Gilmour.

El guitarrista del “pelo sucio” - como deja caer Kent en su artículo – quiere reconectar de alguna forma con el público, con la música, quiere algo más orgánico. Pero es una batalla perdida, un hecho del que conscientemente o no, no puede escapar. El nombre de la banda pesa demasiado y el éxito también, en entrevistas radiofónicas de la época, Gilmour apuntará el cambio en el público: cuando eran una banda con un éxito mediano, se podía escuchar “la caída de un penique” (una frase muy inglesa) durante los momentos más tranquilos de sus actuaciones, mientras que tras “The Darkside of the moon” lo que se oye es al borracho de turno clamando para que interpreten “Money”.

Todas estas dudas salen a relucir durante el periplo en territorio inglés, una gira que denota un curioso provincianismo: los miembros del equipo floydiano – con los que Sedgwick viaja en varias ocasiones – a duras penas pueden localizar algunas de las ciudades por las que va a pasar el grupo, concejales que actúan como promotores – parece que traer a los Pink Floyd a su ciudad forma parte de su campaña de reelección – y los inevitables problemas con las autoridades que se ocupan de la seguridad en los recintos.

En cierta forma, “In the pink” no engaña a nadie, ya que se anuncia como un reflejo de unas personas y una época. Es una radiografía curiosa de unos individuos que, pasado el subidón del éxito, se las tienen que ver con funcionar con algo que se parezca a la normalidad. 

Uno de los aspectos más interesantes del volumen es cómo vaticina el futuro: se menciona cómo sería más operativo para la banda actuar en un único recinto y que los fans viajaran para verlos (en cierta forma eso es lo que sucedió con los espectáculos de “The Wall” que se montaron a principios de los 80). También se habla de un nuevo contrato con Columbia – su compañía discográfica en EEUU – para grabar 7 álbumes a cambio de una millonada. Si uno hace la cuenta, descartando recopilatorios y discos en directo, podemos comprobar que hasta esa graciosa abominación que es “The endless river”, no se cumple dicho contrato que está en el aire en 1974.



De nuevo, esto nos da una curiosa perspectiva de cómo funciona internamente una organización tan hermética como son (eran) Pink Floyd. Y de por qué Waters quería zanjar toda relación con la banda cuando dijo aquello de “¡Me voy!” en 1985.

Pero de vuelta a 1974, Sedgwick señala detalles un tanto absurdos: hace un paralelismo entre lo buenos que son jugando al squash los integrantes de Pink Floyd y su papel en la música del grupo. Por si quedaba alguna duda, Mason queda el último, sin dejar de señalarnos que el físico “rechoncho” del batería no casa con la avidez de su juego.

Nuevamente, este es un hecho que el propio Nick Mason señaló en su biografía de la banda, cuando se da cuenta de que el pasar más tiempo practicando el tenis para pijos era una buena forma de ir retrasando volver al estudio para grabar un nuevo álbum.

E inevitablemente, hay drogas. Sedgwick señala que tanto el equipo que acompaña al grupo como los propios Floyd disfrutan de la cocaína, ya sea para mantenerse despierto durante las interminables jornadas de trabajo (en el caso de los primeros) o como una forma de estimular la diversión post bolo (en el caso de los segundos). 

Merece la pena por las risas y la sordidez generalizada


Nick narra cómo esnifa algunas rayas en el coche que comparte con los pipas “seguramente cortada con algún producto abrasivo” (en realidad, el escritor señala una marca comercial cuyo significado se pierde por aquello de los 45 años de distancia y por ser un texto en inglés), una frase que denota que la cacareada ignorancia sobre los efectos nocivos de la droga a largo plazo fue más una invención de los consumidores habituales que una auténtica falta de información sobre el tema. Conviene no olvidar que el grupo perdió a uno de los miembros más importantes de su equipo – Peter Watts, padre de la actriz Naomi Watts – por culpa de sus adicciones narcóticas.

De igual forma, la perspectiva sobre la droga pasa por un curioso cambio que se puede ver en… otro libro. En este “In the pink”, el escritor conoce al camello oficial del elenco, el cual le explica lo curioso de su relación: en cuanto le pase su mercancía al equipo de los Floyd – que ya irán distribuyendo el polvo blanco – será como si no existiera. Efectivamente, Nick asiste, un poco atónito, a ese cambio en el parecer social, como si el hombre hubiera pasado de ser una presencia tolerable, hasta deseada, a ser una molestia.

En su propio libro, Guy Pratt, el sustituto de Roger Waters (“sustituto” en cuanto se le contrató para tocar le bajo y cantar en directo, ya que como él mismo admite con no poca sorna, fracasó en su intento de componer discos dobles conceptuales) habla de cómo su primera gira con Pink Floyd tenían a un “coordinador de ambiente” que parecía ser amigo de todo el mundo. La frase “seguramente se lo encontraron en alguna caja de la última gira de Genesis” engancha con otra biografía, en este caso “The living years”, de Mike Rutherford. Pero esa es otra historia y en la nuestra, el narrador está viviendo la vida en el carril de alta velocidad, que dirían The Eagles.



Tanto es así que Sedgwick decide, en un momento dado, cortar parte de su periplo con esta miserable excursión para tener algo parecido a una vida normal. La gira tiene algo parecido a un final feliz: Rufus es despedido por su incapacidad para hacer que el grupo suene bien o por su incapacidad para pedirle a los Floyd que le ayuden a hacerles sonar mejor (o una combinación de ambas), entra el más resolutivo Brian Humphries, Arthur Max presenta su irrevocable dimisión (se transformará en un oscarizado colaborador de Ridley Scott) y el grupo consigue dar algunos conciertos que consiguen traer de vuelta el esplendor perdido.

Pero no se vayan que aún hay más.

América, América…



El último segmento del libro explica por qué éste se quedó durante años relegado a los archivos. Tras leer un primer manuscrito, Gilmour y Wright muestran su disconformidad con el texto: no les gusta el retrato que se hace de sus personas y acusan a Sedgwick de excesiva parcialidad para con su colega Waters. Mason, que tiene un espíritu más deportivo (o le da más igual), le da su sello de aprobación.

El escritor encaja las críticas con el apoyo del bajista, duda de acompañar a los Floyd en su siguiente gira por Estados Unidos, pero Waters señala que “no puede perder”. Si no saca nada claro del viaje, a las más malas tendrá unas semanas de vacaciones de lujo con una banda de Rock en la cresta de la ola. A cualquiera le costaría resistirse.

El propio Nick reconoce que aquello es un error, si ir armado con una grabadora, cuaderno y boli había funcionado durante la gira inglesa para cuando llegan los grandes recintos del Tío Sam, se encuentra totalmente perdido. A diferencia de los cines reformados de las tierras británicas, los polideportivos donde los Floyd tocan en esta manga, transforman a todo el mundo en inalcanzable. Física y emocionalmente. No es sólo que para llegar a algún camerino haya que recorrer absurdas distancias, es que enganchar a nadie en una conversación medio tranquila se transforma en un intento fútil.

Como muestra, un botón: Sedgwick comparte asiento con Wright durante un largo viaje en limusina. Durante el trayecto, el escritor intenta explicarle al teclista que no quiere joder a nadie, que con su futurible libro intenta hacer un retrato fidedigno de las circunstancias del grupo. Para cuando llegan a su destino, Nick cree haber convencido al músico de sus buenas intenciones, sólo para escuchar a Wright poniéndolo a caer de un burro durante la cena (y eso que lo escucha de refilón).



No es el único trauma que depara la gira y aquí entramos en pantanosos territorios personales. 

En la película “The Wall” se pone en escena algo que se podía suponer escuchando el disco: una telefonista llama desde Estados Unidos, responde una voz masculina que intenta deshacerse de la llamada internacional. En el film se nos muestra de forma más clara lo que en el vinilo uno se tenía que imaginar: el protagonista, Pink (encarnado por Bob Geldof) llama a su mujer desde un hotel en EEUU, pero ella está acompañada por un otro hombre.

En el comentario que acompaña a la edición en DVD, Roger Waters y el ilustrador Gerald Scarfe repasan el metraje de la película, cuando llegan a dicha escena, Scarfe le pregunta a Roger si aquello está basado en algún incidente real. El bajista responde “no guardo ningún recuerdo de esto”. Sí, como Gandalf cuando tiene que elegir camino en Moria.

Cuando Sedgwick describe el momento en el que su colega sabe que su matrimonio está totalmente acabado, Roger dibuja una mano (con un oportuno anillo de matrimonio) sobre toda la página. Conviene aclarar que Waters tampoco pierde el tiempo y que durante la manga estadounidense conoce a la que será la madre de sus hijos.



El músico, más allá de hablar de sus traumas a través de su arte, rara vez ha querido especificar los detalles de su vida personal. Es comprensible, pero por otro lado resulta un tanto absurdo cuando pone tanto en bandeja. Puede que forma parte de su terapia, es como cuando al final de los conciertos de la gira de su resucitado muro, se dedicó a contarle al público lo mucho que había cambiado desde los conciertos originales y lo mucho que le debía a sus compañeros de Floyd para llevar su proyecto a cabo.

Todo parece formar parte de los – por otro parte, afortunados – consejos de un psicólogo: “Sea asertivo, dígale al público que lo quiere, reconozca el apoyo de sus amigos, intente conectar”. Puede que durante mucho tiempo, parte de su forma de encajar con el trauma de una esposa infiel – algo que me parece que tiene más que ver con un orgullo masculino herido que otra cosa -, fuese enterrarlo en su memoria.



Sea como fuere, esta “intrusión” en el relato es una más de las varias que hace Roger, aunque hay que concederle que en varios pasajes se disculpa por la fría forma que tienen de despachar a Rufus – el propio técnico será entrevistado por Sedgwick semanas después de terminar la gira, reconociendo que no le guarda rencor alguno a los Floyd – y en otros celebra lo bien que se defiende Nick Mason de los posibles ataques por parte del resto del grupo.

Consecuencias

In the pink” es, al mismo tiempo, fascinante y frustrante. Fascina porque rara vez se le ha dado a nadie permiso para contar tanto desde tan cerca sobre un grupo tan misterioso como Pink Floyd. Frustra porque, en el fondo, por mucho que nos haga gracia el salseo o las dinámicas internas, al final lo que más interesa es la música, algo de lo que se habla poco, y mal.

Por otra parte, hay cosas que a lo mejor muchos fans preferirían no saber. A uno siempre le entra la duda de si los músicos disfrutan con lo que hacen o si están simplemente simulando mientras que por dentro se envenenan con el desprecio que sienten por el público, los mánagers y el negocio que les hace salir a la carretera para defender un disco en el que no creen pero que está contractualmente obligados a promocionar.



En el caso de Pink Floyd, se confirma una sospecha que algunos teníamos: que el grupo no cree que sus fans tengan mucho criterio, Roger afirma que podrían dar un show de mierda y aún así el respetable lo fliparía, mientras que el más (en apariencia) humanista Gilmour defiende que los asistentes a sus conciertos pueden notar cuando las cosas no van bien.

Por supuesto, está la cuestión de que, como cualquier banda, les cuesta juzgar las cosas por una mera cuestión tecnológica: hay conciertos en los que el grupo piensa que todo ha ido genial porque el sonido que tenían en el escenario con sus monitores era perfecto y saben que han tocado bien, pero al bajar a sus camerinos, les empiezan a llegar quejas de un sonido deficiente.

Sedgwick volvió de su periplo americano con un manuscrito que no verá la luz, empezará una vida nueva alejado de los Floyd, aunque su música no dejará de aparecer en distintos momentos de su vida. El grupo consiguió reorganizarse para grabar “Wish you were here” y funcionar bajo la batuta de Roger Waters durante los años posteriores… hasta que todo se vino abajo a mediados de los 80. Tanto Gilmour como Waters quisieron conectar con su público a un nivel menos descomunal al que había propiciado Pink Floyd pero ambos se dieron cuenta de que sin el nombre carecían de la suficiente atracción.

Con la ayuda de Nick Mason – que por muy colega que fuese, no disfrutaba de los continuos desprecios por parte del bajista -, Gilmour demostró que podía montar un álbum y una gira de Pink Floyd. Tanto es así que reclutó a Wright (“despedido” de la banda durante las sesiones de “The Wall”) y consiguió grabar otro disco al que acompañó la inevitable gira descomunal. Después, se dedicó a ser feliz con su segunda mujer y tardaría algunos años en volver a la carretera y encontrar, finalmente, esa conexión perdida con su público, tocando en pequeños recintos en espectáculos que fueron celebraciones de su música, con o sin Pink Floyd.



Paralelamente, Waters intentó (sin éxito) revalidar su nombre en solitario. Compuso una ópera sobre la revolución francesa y también tardó lo suyo en volver a conectar con su público. Ahí es donde termina el relato de este libro, con un Sedgwick que viaja a uno de los primeros shows del nuevo espectáculo de su viejo amigo y se encuentra compartiendo recuerdos, inevitablemente enganchados a los temas que compuso Waters.

Uno puede entender que Gilmour y Wright no quisieran que este texto viese la luz. Aunque Nick Sedgwick tenga razón y Waters fuese “el jefazo” dentro de Pink Floyd, retratar al resto de la banda como meros comparsas incapaces de hacer algo por su cuenta se antoja injusto. Puede que se deba a esta percepción en el desequilibrio de poder lo que impulsó a Gilmour a llevar las riendas de la banda, puede que el empuje de Roger sea la razón última del éxito del grupo, pero nadie debe olvidar que sin la guitarra y la voz de David o los arreglos de Wright, muchos de los pasajes clásicos de su música no existirían.



Waters no ha tenido problemas en explicar en varias entrevistas que el resto del grupo se burlaba de sus limitaciones musicales, en cierta forma su posición es muy similar a la de Jon Anderson en Yes: podía imaginar la música que el grupo debía hacer, pero para crearla requería de músicos de verdad. Pero la química (la “magia”) de los Floyd yace en la unión de estos cuatro individuos en particular, de otra forma, Roger podría haber hecho muchos álbumes con músicos de sesión y rivalizar con su gloria pasada. En lugar de eso, sus últimas giras han sido una celebración de su legado – recuerden el eslogan: “el genio detrás de Pink Floyd” - con un poquito de sus temas más recientes.

In the pink” no trata de eso. Es una historia parcial pero interesante ¿Debía contarse? Eso ya depende de la paciencia de cada uno, yo os dejo esto como aviso de lo que os vais a encontrar, yo seguiré disfrutando de la música igualmente, sólo que me reiré cuando recuerde algunas anécdotas. Cuando escucho las primeras tomas en directo de “Shine on you crazy diamond” de la gira de 1974 no puedo evitar acordarme de una respuesta de Nick Mason cuando le preguntaron cómo diferenciar las voces de Waters y Gilmour: “si canta desafinado, es Roger, si está afinado, es David”. 

Por mucho que joda, las bandas acaban siendo algo más que la suma de las partes.

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