sábado, 11 de enero de 2014

CULTURA BARATA: “RESPETABLE PÚBLICO” DE MARIANO OZORES




Ésta es la pinta que tiene... sin la absenta, claro.



LUGAR: DISCOPLAY

PRECIO: NO ME ACUERDO, ¿3,95? ALGO ASÍ, CREO...

Epatando con la literatura

Cuando las circunstancias obligan o recomiendan a usar un transporte público, una de las cosas que más gracia me hacen es observar el despliegue de portátiles, tabletas y móviles (con pantallas tan grandes como las de las tabletas) que usa la gente. Éso y la progresivamente más tensa caza y captura de un enchufe cuando el tren / autobús no está equipado para la locura digital. 

Porque, ya sea por tacañería, porque está muy caro o porque no llegan al lugar elegido, no todo el mundo puede subirse a un avión cada vez que tiene que hacer un desplazamiento largo. Aunque yo siempre digo que con la pasta que cuestan algunos aparatos, más de un pasajero podría permitirse varios vuelos internacionales ida y vuelta. Lo cierto es que exagero para conseguir eso tan difícil que es traerle una sonrisa, querido lector. Porque usted, sí, usted, es un ser maravilloso y se lo merece. Mmm... no, esto tampoco creo que haga subir las suscripciones del blog.

En el fondo entiendo que la gente prefiera gastarse el dinero en una maquina que, a fin de cuentas, pueden usar en todos los viajes, en lugar de un carísimo billete para un sólo trayecto. Pero lo cierto es que llega un punto, sobre todo después de varias horas sentado, que lo que de verdad uno quiere, es llegar a su destino y no tanto ponerse al día con la última temporada de (inserte nombre de serie). Ya sé lo que van a decir, que en los aviones la gente también se saca móviles y demás, pero yo me refiero sobre todo a trayectos de un par de horas por aire, lo cual se traduce en MUCHO tiempo por vías del tren o carretera.

Empero, como yo soy así, y como no me mareo leyendo mientras todo se mueve a mi alrededor, lo que me gusta sacar en los trenes y autobuses es la temible combinación de... Discman y Libro.

Sí, sí, han leído bien, un reproductor de Cds portátil (de Panasonic, para más señas) y un libro con sus pastas. ¿Ganas de destacar? Más bien ganas de ser práctico: verán, la tecnología actual no me aguanta más de dos o tres horas  de batería – tiempo de trayecto que puedo hacer tranquilamente en coche -, los cables de corriente siempre son un poco tostón y tiene que estar uno pendiente de que no te sustraigan los aparatos. No es que no me importen el neceser o la muda, pero digamos que no me duele tanto reponerlos como el móvil.

¿La cutrefoto del móvil de la impresión de que le han dado mucha tralla? No sabe usted ni la mitad...


El Discman aguanta lo indecible con un par de pilas AA, la pega es que es tan antiguo que no lee archivos en Mp3, con lo cual, si quiero escucharme un podcast especialmente largo, antes del viaje me tengo que poner a editar para que me quepan en un par de Cds de 80 minutos. Lo bueno es que suele sobrar espacio para algunas buenas canciones después de la gente que ha estado de charleta durante dos horas. 

El libro no lleva baterías, se puede caer, se puede mojar (bueno, dependiendo del volumen de agua y de la calidad del papel), y si uno ha tenido suerte al elegirlo, se transforma en un buen recuerdo del viaje. Además, no todo es leer o escuchar discos, si tiene usted asiento de ventana, lo mismo le pasa igual que a mi y llega a quitarse horas de sueño para poder admirar el paisaje, incluso cuando el tren parece que va a entrar en el hiperespacio, de noche.

Ahora bien, se habrán dado cuenta de que siempre me refiero a “el libro”, en singular. El motivo no es otro que, después de llevar varios ejemplares en edición “de bolsillo” (bolsillos de El Increible Hulk, porque en los míos no caben) en la mochila / maleta,  he terminado con el esternón un poco planchado. Para empeorar las cosas, en una de esas ocasiones me llevé una serie de libros de literatura fantástica pre-Tolkien que me dejaron muy claro por qué “El hobbit” y “El señor de los Anillos” han marcado un antes y un después en el genero.

Ergo, mi elección para la literatura de viaje pasa por tantos filtros que me hace pensar dos cosas: primero, que me lo tengo que hacer mirar, y segundo, a lo mejor sería más fácil comprar un periódico o una revista antes de salir. Con muchos pasatiempos en su interior.

La cosa va tal que así: No puede ser ni tan voluminoso ni tan pesado como una edición tocha en pasta dura de, pongamos, “Guerra y Paz”, no tengo que haberme leído muchas paginas (lo ideal es no haberlo empezado si quiera) y debe tener pinta de que no le voy a coger mucho aprecio.

Antes de que me manden a los muchachos de las batas blancas y los calmantes a mi domicilio, déjenme explicarles el método que rige mi locura: lo primero tiene sentido porque, si después tengo que moverme por una ciudad hasta, pongamos, un hotel, pues lo más normal es que no quiera tener los omoplatos más hundidos que como venían de fábrica.

Lo segundo y lo tercero están relacionados, verán, un motivo por el cual no me llevo libros de Terry Pratchett o cómics es que, lo más probable, me los haya terminado antes de la primera parada. Además, son la clase de material al que uno le coge cariño, aunque si tengo que ser completamente sincero, he llevado cosas en la mochila que ni yo mismo entiendo cómo se me ha ocurrido meterlas en primer lugar (por su importante valor, tanto económico como emocional), ni cómo han sobrevivido al trasiego de viajes de 12 horas (o más), regresando a casa en perfectas condiciones. Lo cual es aún más increíble.  

Por otro lado, está el factor de “merma”, como se dice en el lenguaje de seguridad comercial, en otras palabras, que los objetos dejen de estar en su sitio por causas ajenas a su propietario. Tampoco se trata de que haya cacos  (qué ganas tenía de usar esa palabra), en cada esquina de las estaciones y transportes públicos – si bien, eso es algo que más de uno me discutiría -, sino que es muy fácil que a uno se le olviden las cosas encima de la mesa de una cafetería porque tiene que salir pitando a coger el siguiente tren / bus / Blablacar.

Parte del problema reside en que estoy aislando todo esto alrededor de un viaje por España, no refiriéndome, como dicen algunos amigos míos “a un país civilizado” (manda cojones), ya que se supone que si usted se deja el portátil, en, pongamos, un pub de Oslo, lo más normal es que a la vuelta usted se lo encuentre, no sólo en el mismo lugar donde lo dejó, en perfectas condiciones, sino con la última versión del antivirus instalada y todos los plug-ins para el Premiere (por ejemplo) debidamente actualizados.

En todo caso, a veces pasan cosas increíblemente raras: en Mayo de 2013, atravesé prácticamente toda la geografía española con la compañía del tercer volumen de “Libros sangrientos” de Clive Barker, al que ya me referí brevemente en el artículo sobre “Shame”. Se trata de una colección de relatos cortos que atraviesan diversos niveles de chunguez terrorífica que me pasó mi primo hace algunos años (creo que como compensación por perderme mi DVD de “El club de la lucha”) que me terminé con la misma sensación que producen las intervenciones televisivas de Liberace, ya saben, “no quiero verlo, pero no puedo apartar la mirada”. Y es que no es normal que uno esté acojonado a las nueve de la mañana, con el tren arrancando el trayecto Chamartín-Gijón.

¿Ven? El libro existió, ésa es mi mano en un autobús....


Lo raro no es eso, sino que, una vez terminado el periplo (y los relatos), el opúsculo desapareció, como si de hecho fuera uno de esos grimorios de maldad intrínseca, que se desvanecen una vez que han cumplido su misión de traumatizarte o corromper tu inocente cerebro. No terminé invocando a ningún Primordial, al menos. Lo busqué entre los objetos perdidos de la estación, sorprendido por la cantidad de libros que se extravían (sobre todo infantiles, curiosamente “Teo se va de after”, no estaba entre ellos), y porque no hubo forma de dar con él. Entonces, oí el sonido de un arco subiendo por las cuerdas de un cello y giré dramáticamente mi rostro hacia la cámara.

Nah, no pasó nada de eso, probablemente tenía muchas ganas de salir por la puerta, se me caería en algún momento y la persona que lo vio pensaría que era una buena adición a su biblioteca. Lo cual no quita que sea raro de cojones.

En todo caso, la proliferación de la tecnología portátil corta una de las mejores formas de tomarle el pulso al mercado editorial, efectivamente: ver lo que la gente leía en los transportes públicos. En este sentido, el metro de Madrid siempre ha sido un buen indicador: ahí estaban sus clanes del oso cavernario, sus pilares de la tierra, sus médicos, sus Tokio blueses, sus códigos Davinci o sus hombres que no amaban a las mujeres. Pero ahora, con los Kindle y otros lectores de libros electrónicos, no hay manera de saber lo que la gente se lleva para amenizar el trayecto, a menos que uno tenga tanta curiosidad como para preguntarle al lector o, directamente, leer por encima del hombro sin ningún reparo en plan “espero que no le importe mientras me enriquezco con su ejemplar electrónico de 50 sombras de Grey, no se preocupe, ese bulto que está notando son mis llaves”.


En mi caso, como, tengo unos gustos tan raros para casi todo, llevo libros que hacen que la gente me suela dejar bastante en paz. Quiero decir ¿Usted de verdad le preguntaría a un desconocido que se está leyendo “Libros sangrientos” si la lectura le está resultado placentera? ¿No tendría más sentido que la siguiente pregunta fuera “has bailado alguna vez con el demonio bajo la luz de la luna”? Aunque, teniendo en cuenta cómo funciona mi vida, lo más probable es que me respondiesen con otra pregunta, en la línea de “¿En pelotas?”

Por eso, cuando la gente se puso a compartir en sus muros de Facebook aquello de que una persona que lee un libro interesante en público está siendo recomendada por el propio libro como alguien que me merece la pena conocer, yo añadiría que si eso se aplicaba a un libro de Clive Barker, lo más posible es que, si empezabas una conversación con esa persona, te fueras a despertar horas después en una bañera, hundido en hielo y echando un riñón en falta.

En realidad, exagero, no obstante, nunca viene mal introducir una leyenda urbana en el blog.

"Sasha know better" parece decir la foto...

Ahora bien, frente a los best-sellers, los libros de filosofía para demostrar que uno es profundo, los libros de poesía para demostrar que uno es sensible, los libros de terror para demostrar que se es un chungo, hay una enésima posibilidad que nos permite dejar a los compañeros de viaje con el culo un tanto torcido. Y no por las horas que llevan sentados, sino leyendo el opúsculo que nos ocupa, un libro de Mariano Ozores.

Amantísimo respetable

Editado en 2002 por Planeta (y comprado por mi a precio de fondo de catálogo bastante después), este “Respetable público – Cómo hice casi cien películas” es varias cosas y no es otras tantas. O mejor dicho, intenta no ser unas cuantas cosas, pero no puede evitar serlas de vez en cuando.

Empero, no es la clase de libro que cuenta todos los detalles escabrosos que uno podría esperar de uno de los realizadores más prolíficos del cine español, echando la vista atrás con ira y ansias de revancha. Pero en el camino y casi sin querer darse cuenta nos deja un anecdotario la mar de interesante, ahora, insisto, si uno lo que quiere es saber si Pajares y Esteso se metían grandes lonchas de cocaína en los camerinos, tendrán que buscarse otro volumen.

"Respetable público” es ante todo, la historia de un señor que se cría entre cómicos, actores y vicetiples quien, en un momento dado, decide pasarse al invento de los Lumière, cambiando así la forma de ganarse el pan de sus hermanos y el resto de su parentela. De la revista y los teatros de pueblo (o capitales) a las salas de cine.

De mientras, nos va dejando pistas sobre cómo se vivía en aquellos tiempos, cómo intentaron pasar por la Guerra Civil de la forma más silenciosa y discreta posible, los años de penurias, las zancadillas de la censura, las terribles enfermedades que golpearían a los Ozores, los éxitos de taquilla, el descrédito sufrido a manos de la prensa especializada, el tener que sortear los caprichos de actores y sus representantes, el progresivo cansancio, el creciente desinterés de las audiencias y el inevitable retiro tras una absurda polémica...

Dicho así, puede dar la impresión de que nos encontramos ante una pieza indispensable para la biblioteca del cinéfilo de pro... y de hecho es así, pero más por su valor testimonial que por cómo está escrito. A mi no me cabe duda de que el señor Mariano Ozores tiene un gran talento para escribir guiones, para dirigir películas, para preparar diálogos y escenas, pero escribir un libro es otra cosa. 

El principal problema de “Respetable público” es que da la impresión de que se le ha dado forma a trompicones, de hecho, es una sospecha que el propio autor confirma al contarnos que uno de los capítulos lo está escribiendo en un viaje en tren, con un portátil, por cierto. A mi, como ya habrán supuesto por algunas de las entradas de este blog, lo de escribir cuando se está de viaje no me parece mal, si bien me parece más efectivo esperar a la vuelta para organizar los elementos, más que nada porque si no, cabe la posibilidad de no enterarse de lo que está pasando ahí afuera, y si uno trota por esos mundos de dios es para echarles un vistazo ¿No?

En todo caso, hay algunos elementos que lastran la fluidez de la narración: Ozores abusa mucho de algunas estructuras sintácticas, como si no tuviera los suficientes recursos estilísticos (cosa que dudo) o como si no se le hubieran pasado muchas correcciones al volumen (algo que creo más probable).

Igualmente, Don Mariano tiene la manía de intentar hacerse sentir muy cercano, quiere contarlo todo con sencillez, pero el vocabulario – o el diccionario de sinónimos – le traiciona, delatando su educación, a fin de cuentas se trata de un hombre que nació en los años veinte del siglo XX, por mucho que intenta actualizarse, hay ciertos aspectos en su forma de contar las cosas que son de... bueno, de señor mayor. Esto no cuenta como defecto de por sí, obviamente, lo que pasa es que da la impresión de querer escribir algo que apele a la atención de cualquiera entre los 12 y los 99 años (como rezan las cajas de algunos juegos de mesa), algo que, como todos sabemos, puede desembocar en el síndrome de “llevar una gorra para parecer molón”. O sea, Camilo Sesto cuando cantaba “mola mazo” y combinaba dicha gorra con gafas de leer.

Insisto, no llega a tanto y no, NO tengo éste disco de Camilo Sesto en casa... pero sí un DVD en directo...


Al director de cine no le llega a ocurrir eso, aunque referirse a nosotros siempre como “querido lector” llega a ser un poco cansino. En una muestra de que el paso del tiempo no va a acompañar a este libro, cuenta que va a contar algunas anécdotas importantes de cada año “como hacen en el programa de Garci”. ¿Cuánta gente recordará la estructura de “Qué grande es el cine” dentro de 10 años? O siendo más exactos ¿Quién recordará que el también director de cine, José Luis Garci presentaba un programa de televisión?



Esa filosofía a la hora de contar las cosas con un cierto asombro – que a la larga resulta un poco impostado – desemboca en otras afirmaciones que han envejecido muy mal a 12 años de distancia. Ozores nos explica que ahora con la tecnología se puede hacer de todo en el cine, que con una cámara de vídeo y un Pentium III (¡¡¡Un Pentium!! ¡¡Qué grande! Llega a decir un Z80 o un Motorola 6800 y me desmayo) uno puede hacer que dos actores delante de una tela azul parezcan estar hablando en la cima del Everest. Lástima que no añada que eso no pasa de emitirse en un canal de TDT con presupuesto minúsculo.

En “Respetable público”, todo está contado con la intención de ser una historia hasta cierto punto amable de la industria del cine, durante y después del franquismo. Pero Ozores, de vez en cuando, no puede evitar dejarnos caer – intencionadamente o no -, algunos pildorazos que dejan entrever que no todas las colaboraciones acabaron por mero hartazgo de las personas involucradas o por el desgaste del público.

¿El Roger Corman español?

Puede parecer triste, pero las más de las veces, para explicar algo sobre cine hay que echar mano de símiles con la industria estadounidense, ésto, como se suele decir, no es ni bueno ni malo, simplemente es. Porque aquí (como ya hemos explicado otras veces), no estamos para expedir carnets de friki ni para puntuar los niveles de cinefília, sobre todo teniendo en cuenta que el término “freak” ya está tan manido y tan reutilizado que... ¿Para qué molestarse? Usted sabe que la cinematográfica es una industria que, si bien, se inició en Europa y artísticamente ha logrado avanzar gracias al influjo de otras culturas (la japonesa es buen ejemplo), la mayor parte de los códigos y figuras fulgurantes vienen del país cuyas siglas son tres letras. En inglés.

Aclarado lo cual, pasemos a la comparación: Roger Corman es famoso por ser un productor y director por cuya factoría pasó lo más granado de los realizadores que se harían famosos a lo largo de las últimas décadas del siglo XX: Coppola, Scorsese, Bogdanovich... Aparte de lo apretado de sus presupuestos – que se traduce de forma literal en los valores de producción de sus films -, Corman es casi siempre relacionado con el “explotation”, esto es, hacer películas con esos temas que tanto le gustan a la muchachada que va al cine: enseñar cacha, violencia y ciencia-ficción / terror, aunque todo dé la impresión de ser un poco de cartón piedra. También podríamos ampliar la definición a utilizar un tema de actualidad como argumento para atraer al público.

Como muy bien explica Corman en su libro “Cómo hice cien películas y no perdí ni un centavo” (ya ven que Don Mariano es un poco más modesto), o en el documental sobre su figura “Corman's World”, lo suyo es ser eficiente, cumplir con las fechas de entrega y no pasarse del presupuesto. Tanto es así, que en una de sus intervenciones televisivas, el amigo Roger deja bastante claro que para él, las millonadas que invierte Hollywood en sus megaproducciones le parece algo inmoral y considerándolo dinero que se podría invertir en otras cosas más útiles.


Aunque Corman fue el responsable de la distribución estadounidense de varios films europeos de renombre (“Amarcord” de Fellini, sin ir más lejos), no se crean que este realizador independiente tira por el arte y ensayo, como ya hemos dicho, lo suyo implica utilizar lo que está en las calles o en los periódicos: ¿Los moteros causan alarma social? Peli de moteros ¿Podemos enseñar tetas en una peli de acción? Ahí que se va ¿Slasher? ¡Tres tazas!

Y como muestra de que lo suyo, más que la eficiencia, es la tacañería, recordemos unas declaraciones de David Carradine - ¡El actor de “Kung-Fu” y “Kill Bill”! ¡No “el tipo que se murió en un armario haciendo cosas raras”! - sobre una conversación con Corman: “Le comente a Roger que si quería ser más apreciado por la crítica tenía que poner más pasta en sus producciones, a fin de cuentas, todas sus películas daban más de un millón de dolares en beneficios. Me contestó que tenía razón... acto seguido, apagó el aire acondicionado”. O, mi anécdota favorita, mientras rodaba fuera de su país, su prometida tuvo que llamarle para aclarar la fecha de la boda ¿Por qué Corman se había pasado días sin dar señales de vida? ¿Le habían secuestrado durante el rodaje? No, es que no quería gastarse el dinero de la llamada... 

Igualmente, Don Mariano también es muy eficiente en lo económico dentro de sus películas, pero también es cierto que, a diferencia, de Corman, lo suyo rara vez ha sido echarle un tiento a la ciencia-ficción, lo más caro, rodar exteriores en Tahití. También ha tendido a utilizar temas de actualidad como argumento de sus guiones: ahí está una de las cintas más taquilleras del cine español, “Los bingueros”, estrenada en el punto álgido de la fiebre por el juego de las cartulinas y las bolas, “¡Qué gozada de divorcio!” (efectivamente, la separación entre cónyuges no hacía mucho que se había legalizado) o “¡Que vienen los socialistas!” (ya se pueden imaginar el contexto).

Éste es uno de los principales rasgos que comparten el director español y el estadounidense, Don Mariano nos cuenta que en su periodo de mayor productividad (5 films en un solo año), era capaz de concluir un rodaje en poco más de cinco semanas o menos, mientras supervisaba guiones o montajes de futuras obras. Corman llegó a tener 8 largometrajes en producción paralela...de los cuales tuvo que desechar dos porque, simplemente, no recordaba de qué iban.

Como se puede ver, el señor Ozores es, al menos, un poco más organizado. Y entre sus equipos, tanto técnicos como artísticos, también ha desfilado medio (¿Tres cuartos del?) cine español.

Pero hay un hecho, creo yo, que conecta mucho más a estos dos directores que lo dicho hasta ahora. Ambos, intentaron hacer películas con un tono más personal o más alejado de la clase de films que hasta entonces les habían dado fama y fortuna.

En el caso de Corman, se trató de “The Intruder”, film protagonizado por un principiante William Shatner (¿Es una actuación contenida? ¡Claro que no!), quien toma el papel de un señor un poco intransigente que quiere acabar con la integración social de la población negra, empezando una campaña de descrédito en una pequeña localidad: una chica afirma haber sido violada por un hombre joven (sí, negro, por si se lo preguntaban), y el personaje del capitán Kirk hace todo lo posible para que el acusado acabe en la horca.



Aunque sería una de las pocas ocasiones en las que la crítica alabó un film salido de su factoría, Corman tuvo que ver cómo el público le daba la espalda de forma fulminante, además de soportar acusaciones de “comunista” por parte de la población menos liberal que asistió a las salas.

Mariano Ozores tiene un recuerdo similar de “La hora incógnita” (1963), film que parte de un idea tan poco “ozoriana” como qué ocurriría si un proyectil con cabeza atómica acabara cayendo en una ciudad cualquiera. Como el propio director narra, ni Fernando Rey, ni Emma Penella ni Jesús Puente ni los seis millones de pesetas de presupuesto hicieron que el público fuese a verla.


Tal y como declara Ozores, desde ese momento decidió que haría lo mismo que su familia en el teatro: hacer cosas que el público quiera ver y no las cosas que “a él se le ocurran por creerse genial”. Algo muy parecido decidió Corman después de los exiguos resultados de “The Intruder”.

En el caso de Corman, quizás el público no estaba muy dispuesto a tragarse una versión algo acartonada de “Matar a un ruiseñor”, y en el de Ozores, pues puede que le ocurriera lo mismo que al director Steve De Jarnatt con su “Miracle Mile” (1988), esto es, que la gente no está muy dispuesta a ver un film bastante pesimista sobre un desastre nuclear... Teniendo eso en cuenta, podríamos considerar “Cuando el viento sopla” como un doble salto de tirabuzón sin red...

El reparto técnico y artístico de “La hora incógnita” recibió amplios reconocimientos por su labor, pero aunque esto de ser artista está muy bien, alguien tiene que pagar las facturas. En el caso de Ozores, esto se tradujo en dirigir cosas como “Las hijas de Helena”, colaborar en “Franco, ése hombre” o el documental sobre la tauromáquia “Historias de la fiesta”.

Ozores no pasa de puntillas por su papel en la elaboración del film sobre Francisco Franco, uno de esos publirreportajes que todo buen dictador se fragua de cuando en cuando para decirle a sus súbditos que todo va bien gracias a sus intervenciones en la historia del país. Pero quizás por la personalidad fragmentada del libro, no dice el nombre de dicho largometraje hasta pasadas muchas páginas.

Igualmente, no tiene problemas en admitir que los tres hombres que más ha admirado en su vida han sido Antonio Buero Vallejo, José Luís Sáenz de Heredia y Juan Antonio Bardem. Como él mismo señala, tres hombres que no podrían ser más diferentes entre ellos a nivel ideológico. Ozores no se considera ni de izquierdas ni de derechas, aunque en un momento de la obra llega a explicar su posicionamiento – que podríamos definir como “progresismo liberal” - lo cierto es que hay declaraciones que dejan entrever que detrás de un hombre trabajador, recio y responsable, amante de la familia, hay más de un claroscuro.

Por ejemplo, su ateísmo se acentúa tras ver las crueles enfermedades que se llevan a parte de su familia. En un tono más desenfadado, podemos afirmar también que, a diferencia de Homer Simpson, a don Mariano no le gusta que los mariquitas mariposeen, razón por la cual le pidió a los protagonistas de uno de sus mejores films “Capullito de Alelí” (1986), es decir, Jesús Puente y José Luis Lopez Vazquez que estuviesen contenidos en sus interpretaciones.

Por cierto, que la trama de esa cinta (una de las producciones “directa a vídeo” que tuvo que llevar a cabo el realizador durante los ochenta) también se las trae: dos homosexuales en la cincuentena se vuelven a encontrar después de haber renunciado a su amor por la presión social, uno de ellos, incluso, se casó y tuvo un hijo. Deciden a volver a empezar... justo cuando Tejero realiza su intento de golpe de Estado en el Congreso de los Diputados.

Antes de acabar este apartado y de que entremos a analizar la trayectoria de Ozores grosso modo (para lo cual, este libro es buena excusa), alguno podría salirme con lo siguiente: “¿No sería más correcto considerar a Jess Franco como el Corman español?” Er.... no.


De nuevo, al ataque de los símiles made in USA.

El fallecido Jesús Franco estaría más cerca de Ed Wood ¿Por qué? Pues porque Corman puede ser muy tacaño, muy comercial y todo lo que usted quiera, pero no era tan dejado. Como bien dice uno de sus últimos colaboradores, el problema de Franco era que, “en cuanto veía un coño, se olvidaba de la película”, lo cual es una forma poco sucinta de que si el bueno de Jess se dedicaba al porno, no era tanto una cuestión de supervivencia comercial, sino que al hombre de verdad le gustaba al género. Esto se traduce en que Don Jesús podía empezar una película y, después de ver a alguna de las actrices en “estado natural” acababa con una muy diferente, normalmente, una que implicaba dicha actriz en la cama con otra compañera de reparto, por lo general la propia esposa del Tío Jess, Lina Romay. Lo cual se traducía en una parodia (involuntaria) del porno. Diálogos absurdos incluidos.

¡Pero, Fran!” (os oigo decir) “en el documental sobre Corman del que hablas, Jack Nicholson se queja de que la trama de El terror no hay por donde pillarla, que tuvo que inventarse un monólogo de un personaje para explicar algo con un mínimo de sentido y los decorados se reciclaron para un montón de pelis después”.

Todo eso es cierto, pero ni por esas, Corman rodaría un plano de un cielo azul, con media cabeza de un operador asomando por la esquina inferior derecha. Durante dos minutos. Y Ozores tampoco... bueno, alguna vez asoma un micrófono, pero eso le pasa a todo el mundo.


El cine español

Tengo un amigo que, un día hablando de cine, me soltó la siguiente parrafada: “Mira Fran, a mi no me interesan las historias de mujeres que se buscan a si mismas, ni las de travestis drogadictos, ni sobre la guerra civil, ni sobre el maltrato, ni comedias de niñatos”. Observando el tono de la retahíla, solo pude contestar una cosa: “Entonces Gabi, ¡A ti no te gusta el cine español! Y la lógica respuesta fue: “Exacto”.

Obviamente, hablábamos al nivel de una conversación de bar (aunque creo que en ese momento no estábamos físicamente dentro del bar, sino probablemente infringiendo alguna ley en la puerta, como por ejemplo, beber un Nestea mientras el otro fumaba), con lo que exagerábamos en aras de echarnos unas risas. No obstante, no son pocos los que, aún hoy, antes de ir al cine a ver una peli de producción nacional tiemblan mientras repiten el mantra de “buf, una española”. O, después de ver una que las ha gustado, concluyen perlas como “joder, no parece española”.

Para mi, lo más grave de estas afirmaciones es que dejan entrever el razonamiento de que aquí no sabemos hacer cine. Y lo peor de esa forma de pensar es que echa por tierra la labor de muchos profesionales que durante años han parido films de una gran factura.

Quiero decir, el cine español protagonizado por Sara Montiel, Estrellita Castro e Imperio Argentina (nunca se habrían esperado semejantes referencias en este blog ¿Ehh?), mostraba una factura que poco tenía que envidiar a las producciones de la época realizadas en Hollywood, por lo menos a nivel técnico o de actuación, ya los despliegues de medios, son otra cosa. Es decir, en los años 30, 40, 50 y hasta ahora, han existido en nuestro país personas que sabían iluminar, sonorizar, montar y actuar en cine. En su contra ha jugado, no pocas veces, las tristes copias en vídeo que se usaban en televisión (cuando aún no se emitía ni en Alta Definición ni en 16:9), tantas veces reutilizadas, dando la impresión de que aquello se había grabado con una cámara de Fisher Price.


Igualmente, aquí también se ha practicado el cine de género, en otras palabras, no todo empezó con Alex de la Iglesia o Alejandro Amenábar. Pero  no es menos cierto que, como pasa en buena parte del cine realizado en el Viejo Continente, hemos desarrollado un alarmante gusto por las pedorretas intelectuales.

Esto último, a mi no me resulta tan problemático porque una de mis películas favoritas (no sólo española, sino en mi particular Top Ten de la Historia), está “Epílogo” (de Gonzalo Suarez, 1984), una historia de escritores, qué raro, pensarán ustedes.


El problema reside en que los diversos topicazos que se manejan sobre el cine español no se han sembrado en nuestras cabezas a base de una mala fama sin justificar. El grueso de cine nacional que ha visto el españolito medio en la caja tonta no deja lugar a muchas dudas, quiero decir, es un cine también bastante grueso de por sí: Cuántas veces no habremos sido testigos de una historia en la que Florinda Chico o Rafaela Aparicio son unas chachas respondonas, en las que Juanito Navarro hace de jefe / padre cascarrabias o José Sacristan o a Oscar Ladoire como hombres apocados, suerte de trasuntos de un Woody Allen a la española.

Esto no deja de ser injusto, por supuesto, si bien por su presencia física a Florinda Chico le costó salirse del papel de mujer con mucho carácter casi siempre casada con un calzonazos (después, por edad, pasaría a ser la suegra de un calzonazos), Rafaela Aparicio se podría permitir una aparición mucho más siniestra en la malrrollista “Mamá cumple cien años” (Carlos Saura, 1979). Y con dos de las cintas que componen lo que se vino a llamar “La trilogía de la transición” de Garci, Sacristán se reveló como un actor que podía hablar en grandes oraciones lapidarias, como Humphrey Bogart en “Casablanca”, o sea, como los personajes a los que adoraba el director de “Volver a  empezar”.


Esto resultara un detalle no poco sorprendente a los que desprecian al cine español: casi todos los directores han hecho (o han intentando hacer) cine de género (como se suele decir), con resultados no muy fiables en la taquilla, viéndose a veces abocados a seguir por el camino de las comedias ligeras con alguna escena de cama prácticamente gratuitas. Y eso incluye a Juanma Bajo Ulloa.

Éste es uno de los detalles que Ozores revela como “necesarios” para sus producciones de finales de los setenta y buena parte de los ochenta.  Con el fenómeno de “El destape” en todo su apogeo y con la censura relajándose hasta dejar de prácticamente existir, se entendía que un film en el que no se enseñara un poco de tetamen  (por no hablar de felpudos ochenteros), estaba en inferioridad de condiciones a la hora de competir con el resto de la cartelera.

En este sentido, no pocos ven en Ozores y en su circulo de colaboradores, la personificación de los males de nuestra cinematografía, una forma zafia, facilona y acomodaticia de hacer cine. La búsqueda del chiste verde, de la excusa para que las señoras se despeloten, de que los homosexuales sean puestos de vuelta y media en sus papeles amanerados (aunque, insisto, intentara reducir esos ademanes para “Capullito de alelí”), y de resoluciones argumentales un poco forzadas.

Es un argumento un poco complicado de rebatir, el problema reside sobre todo en el último tramo de las producciones de Don Mariano, cuando el formato vídeo se empieza a imponer como una salida laboral una vez que las cifras de un millón de espectadores por film (su media durante bastantes años) se empieza a reducir drásticamente. Es aquí cuando las acusaciones de “casposo” cobran sentido: los diálogos y las bromas fáciles a costa de la actualidad ya no tienen gracia alguna, la fotografía se resiente e incluso los actores parecen estar cumpliendo el expediente más que otra cosa. 

Pero insisto, hablábamos de, probablemente, los últimos diez años de una carrera que sorteó múltiples vaivenes, y que está jalonada de títulos tan memorables como “Operación Cabaretera” (1967) (Inmenso cuando José Luis López Vázquez llama a los Beatles mientras baila en la discoteca!), “Crónica de nueve meses” (1967), “Cómo está el servicio!” (1968), “La graduada” (1971) (desternillante la escena en la que Lina Morgan le habla al cuadro de su severa tía) o “Venta por pisos” (1972).


Y por supuesto, aunque yo, a diferencia de Victor Olid, no crea que “Los bingueros” sea la mejor película de cine español, me costaría encontrar una más divertida... quizás “El liguero mágico”. Por lo visto ésta última tiene mucho éxito en el autobús que usa para sus desplazamientos el Rayo Vallecano, lo cierto es que contiene una de las escenas más divertidas de la Historia. Y, a pesar de lo que puedan imaginarse, no incluye peras.

Interludio: A pesar de que poseo el título de friko oficial en mi familia, es mi hermana la que siempre se acuerda del nombre del santo cuyo dedo incorrupto permite ganar a Pajares y Esteso en “Los bingueros”. Fin del interludio.

Podríamos pensar que, alguien en la misma posición de Ozores – gran carrera comercial y que sus películas estén grabadas a fuego en la memoria colectiva española – debería tener suficientes motivos para, simplemente, hacer recuento de su carrera y decir “que le jodan a los criticones”. Pero no, Don Mariano, al igual que Phil Collins, revela tener una piel muy fina (como se dice mucho en Cataluña) a la hora de defender su trabajo.

En este sentido, las cosas se ponen especialmente tensas cuando Pilar Miró entra a dirigir el ICAA (Instituto de las Ciencas y Artes Audiovisuales, lo que casi sería un “puesto puente” entre el Ministerio de Cultura y la Academia de Cine, de haber existido en 1982), e instaura lo que se vino a conocer como “Ley Miró”. 


Básicamente, se trataba de una medida que intentaba revitalizar artísticamente al cine español, organizando un sistema de ayudas y subvenciones para los proyectos que se consideraran más válidos. Obviamente, si se trata de clasificar films desde un punto de vista “artístico”, los guiones que pudiera presentar Mariano Ozores, sobre todo el Mariano Ozores de los ochenta, no tenían muchas oportunidades de optar a una ayuda de los organismos oficiales. Pero tampoco las obtuvo para “La hora incógnita” en su momento.

Llegados a este punto, hay varias líneas de debate que podrían abrirse, como si realmente es necesario que se subvencione el cine español o hasta qué punto las acciones de Pilar Miró fueron positivas o acabaron de sumir a la industria en un periodo de negrura comercial.

Lo primero daría para un libro, ni por esas llegaríamos a una conclusión que contentara a todo el mundo. Sobre lo segundo me gustaría decir algunas cosas.

Por lo general, hay gente que le gusta retratar a Pilar Miró como una mujer luchadora, que libró muchas batallas en la vida y en su profesión para sacar adelante tanto su carrera como a su hijo. En el bando contrario se sitúan los que la ven como un personaje altamente tóxico, que pisó todos los cuellos y cabezas posibles para llegar a donde llegó. Y por supuesto, está la gente que sólo quiere saber de quién es hijo Gonzalo Miró.

Pasadas las gilipolleces, y con el beneficio del paso del tiempo, creo que se puede afirmar sin problemas que Pilar Miró fue una buena directora de cine (“El crimen de Cuenca”, 1979) con algunos films en su haber que, francamente, se podría haber ahorrado – me da igual lo que se diga “El perro del hortelano”, de 1996, es un pestiño sin gracia – y cuya gestión cultural podría haber sido mejorable. Lo que ya no tiene ni pies ni cabeza es que la gente aclamara su realización de los enlaces matrimoniales de las dos infantas (el de Doña Cristina fue su último trabajo antes de fallecer) para después tildar la retrasmisión de la boda de Doña Letizia y el Principe Felipe (en este caso, dirigida por Javier Montemayor) de “fría¿Hay en este país tantos expertos en realización televisiva como de fútbol? 


De ahí a responsabilizarla de la escisión entre el público y el cine producido aquí durante los ochenta y buena parte de los noventa, hay un trecho bien largo. Ahora bien, hay un detalle que no hace tanta gracia: se supone que Miró no entendía que Ozores tuviese tantas copias y tantos cines preparados para sus estrenos cuando a ella le costaba la misma vida encontrar salas para sus largometrajes.

La respuesta a esa duda es, obviamente “se llama carrera comercial”. Pero lo peor viene cuando se supone que la directora tildó al trabajo de Ozores como “cine para fontaneros”. Tanto si lo dijo de verdad como si es una frase que se le adjudica, denota un tufillo de mirar por encima del hombro a la clase obrera que solo un intelectual subidito puede tener, y eso sería muy triste.

Cierto, las cosas que escribía Ozores apelaban al hombre de la calle, pero también a gente de cualquier estrato social, incluso de aquellos que han leído a Tolstoi, fíjese usted. Y también apelaban (lo admito, por mera curiosidad) al chaval que era un servidor, que no tenía muy claro qué podría hacer con una señora desnuda, pero resultaba muy agradable a la vista. 


En todo caso, realizadores mucho más “prestigiosos” como Berlanga, también llevaron su humor y sus argumentos por pazos mucho más populares, como cuando el director de “Bienvenido Mr. Marshall”, vio una veta de éxito en contar las desventuras de la familia Leguineche.

Ozores intenta no ahondar en exceso en su antagonismo con Pilar Miró, pero queda claro que su orgullo tampoco salió ileso del poco aprecio que sintió por parte del organismo durante el periodo en el que la directora estuvo al mando del mismo.

Insisto en que, de todas formas, el problema reside en una visión parcial de la carrera de este hombre, no todo fue despelote con Pajares y Esteso. Y esos despelotes no causarían tantos traumas como “Toby” (joder, tendría que haber acabado como al escena de “X-Men 3”) o “La guerra de papá”, ambas dirigidas por Antonio Merceros y auténticos dramas inexplicables. 

Un hombre tranquilo

Hay, en todo caso, líneas en el libro de Ozores que chocan un poco: habla de Víctor Erice como un director que si bien “ha hecho poco cine, éste siempre ha sido bueno” - algo que podríamos calificar como una apreciación MUY personal - , destaca la versatilidad de José Luis Lopez Vazquez, capaz de actuar en las comedias dirigidas por el propio Ozores mientras realiza una de sus - según opina el director - más gloriosas interpretaciones en “Mi querida señorita” (dirigida por Jaime de Arminñan, 1972). En contraste, aunque considera que todos los parabienes y galardones que ha recibido Pedro Almodovar en su carrera son merecidos, cree que muchos de ellos le llegaron de forma precipitada.

Todo esto choca por dos motivos: si uno se intenta imaginar a Ozores a través de las historias que ha dirigido, uno puede creer que se encuentra frente a un sátiro amante del humor grueso, mientras que si uno lo juzga por “Respetable Público” y las fotos que acompañan al volumen, se puede pensar que tenemos ante nosotros a un señor anodino, a un currante del mundo del espectáculo, incluso se le podría ver como un señor un tanto gris.

Sobre lo primero, hay ciertas declaraciones a lo largo de las páginas que hacen pensar que Don Mariano, los chistes guarros y lo escatológico no le hace especial gracia, pero a veces los incluye porque sabe cómo va a reaccionar el público. Por ejemplo, no le ve sentido a las bromas de pedorretas-terremoto en las escenas de cama en “Cristobal Colón de oficio... descubridor” (1982) ni a las insinuaciones de que el marino podría haber mostrado tendencias homosexuales para sobrevivir a las penurias por las que pasó en Portugal. 


El tema destape tampoco parece que le haga especial gracia, cuenta cómo tuvo que elegir entre una serie de chicas desnudas para una de sus cintas de éste periodo y el casting le resultó tan violento a Don Mariano que desde entonces prefirió delegar esa clase de obligaciones en otro empleado... ソQuién sería ese empleado...?

Esto nos hace pensar que Don Mariano sí que pueda ser el señor tranquilo que a vece insinúa. Sus explicaciones sobre cómo tiene que estar estructurado un guión para poder rodarse en cuatro semanas y su modus operandi a la hora de introducir un número de chistes por página pueden dar la impresión de que su forma de trabajar llegó a volverse demasiado mecanizada – algo que apunta el propio autor -, y que producía cine como el que hace longanizas. De esas que tanto le gusta comer entre dos panes a los fontaneros.

Pero a tenor de algunas entrevistas y contemplando muchas de las cosas que ha hecho este hombre, me resisto a creer a pies juntillas tanto buen rollismo y creatividad calmada. Básicamente, uno no es director de cine sin pegar algunos gritos e imponerse en los rodajes, sobre todo cuando tiene un sello tan personal. 

Eso no quita para que algunos hagan la pregunta ¿Fue Mariano Ozores un buen director? Como ya digo, a pesar de la decadencia – sobre todo a nivel técnico – de sus últimas producciones, los films de este director, en su mayoría, estaban bien fotografiados, bien sonorizados y aún mejor actuados, eso no se consigue por casualidad.

La siguiente pregunta, empero, podría ser ¿Era Ozores un artista o un artesano? sto ya me parece una gilipollez, incluso si soy yo el que lo formula. Nadie se mete en este berenjenal del cine si no es (o se considera) un poco artista, ahora bien, si el lector solo considera dignos de la etiqueta a gente como David Lynch o a Alfonso Cuarón, pues que se haga una maratón con todos los largometrajes de esos dos realizadores. Cuando termine, que mueva un poco la cabeza, a ver si nota como agüilla dentro. Probablemente ocurra lo mismo si se marca una maratón de Ozores, pero seguro que se ha reído más durante el proceso.


Obviamente, hay un paralelismo con otras formas de arte y entretenimiento que no se puede dejar de hacer. Quiero decir, si yo tuviera una emisora de televisión y decidiera que voy a reservar tres horas para el cine diariamente... ¿En qué uso esas tres horas? ¿Dos comedias de Ozores un día, una parte de  “El señor de los Anillos” al siguiente, “Carretera pérdida” al otro y “El disputado voto del señor Cayo” para completar la jugada? Obviamente, una cadena que programase así, me tendría ganado de por vida como espectador, pero ya sabemos que mis gustos no son, digamos, universales. 

Pero ustedes entienden que el razonamiento de no pocos es que, tiempo que se dedica a emitir una cinta de Ozores, es tiempo en el que no se emite una de Truffaut o de los hermanos Cohen. Pero en estas que llega un directivo de la cadena y nos dice que mejor que preocuparse de esas cosas, es mejor mandar un cámara para que retransmita un partido de voleibol femenino, que seguro que consigue más audiencia que todo lo demás, porque ahora la gente se descarga las películas y las ve cuando le da la gana.

Don Mariano intenta defenderse de las acusaciones de que su cine era zafio y grueso, pero me da la impresión de que erra el tiro al buscar ciertas justificaciones. Yo no dudo de que el director nunca ha querido degradar al género femenino voluntariamente, pero claro, hay momentos en su filmografía  en los que se pasa o no llega.

En “Señora doctor” (1973), Lina Morgan encarna a una médico que, al instalarse en una pequeña localidad, tiene que vérselas con que la mayor parte de los vecinos prefieren buscar el consejo del veterinario local, por el mero hecho de que ser hombre. El doctor de los animales y de buena parte de los oriundos es un hombre tímido y apocado que tiene la cara de... sí, José Sacristán. Por supuesto, después de toda una serie de situaciones, las cosas acabarán bien para la Señora doctor, quien conseguirá el respeto de sus nuevos pacientes. La cuestión es que la película tiene tan buenas intenciones que resulta a veces complicado considerarla una oda a la igualdad y no al buen rollismo directamente.


Don Mariano no se achanta, él insiste en que una de las constantes de su cine es el débil que es subyugado por el poderoso, pero... ¿Y si (se pregunta) el poderoso fuera una mujer? Ése fue el leit-motiv de “Donde hay patrón...”, uno de los largometrajes que protagonizó Manolo Escobar y su música. Más allá de la profesionalidad de todos los involucrados – aparte de gran cantante y fama de buena persona, Escobar era único para presentar algo como “goles son amores”, dotándolo de gracia -, lo cierto es que una de las cosas más tópicas y previsibles que ha hecho Ozores.

Las introducciones para algunos de sus argumentos también son un poco para ir a mear y no echar gota. ¿A qué película creen que le encaja la siguiente frase? “Si son una lacra de la humanidad los golfos compradores de voluntades y favores oficiales, tan catastróficos son los que se erigen en salvadores de los demás”. ¿Un drama social? ¿Una película de época? No, “Los chulos” (1981), con Fernando Esteso como proxeneta y Andrés Pajares como cura. Lo cual no es malo, de hecho es muy divertido, no tanto como “Yo hice a Roque III” (1980), pero si bien ésta última no es “Rocky” (a pesar de provocar más risas que Stallone), “Los chulos” tampoco es una historia que vaya a cambiar la percepción popular de la prostitución. “Princesas”, tampoco.


Aunque el director asuma que en algunos momentos ha urdido tramas para sus trabajos que llegaban a ser un poco absurdas o pasadas de rosca, no es menos cierto que funcionaban en taquilla. Pero a Don Mariano le duele no gozar del reconocimiento de la crítica, en este sentido, es víctima del típico síndrome del artista pop: sabe (o sabía) lo que le gustaba al público, al que considera muy listo, pero le cuesta perder de vista los desprecios que le ha hecho la prensa cinematográfica.


Don't look back in anger

Respetable público” no quiere contar detalles escabrosos, pero, sin querer o sin querer evitarlo deja caer algunas anécdotas que lectores tan venenosos como yo podemos interpretar de varias formas.

Una de las primeras que llama la atención, es la que narra cómo Televisión Española (en cuyos inicios tuvieron mucho que ver los Ozores) estuvo muy cerca de caer en manos privadas cuando el presupuesto del ente no acaba de cuadrar a las arcas del Estado durante sus primeros años de existencia...


Aunque el director no tiene más que buenas palabras para los profesionales con los que ha trabajado, hay algunos detalles que permiten comprender ciertas cosas. Me explico: de pequeño era normal que yo viera muchas películas en las que aparecía Gracita Morales – las pasaban a menudo por la tele – pero incluso a esa edad era obvio que aquellas historias eran de un tiempo lejano. Vamos, que no podían ser contemporáneas de “Indiana Jones y el Templo Maldito”. Pero, mientras que a otros actores – Fernando Fernán Gómez, López Vázquez o el propio Antonio Ozores -, se les seguía viendo en nuevas películas, yo me preguntaba qué había sido de Gracita.

Cuando falleció en 1995, nadie quiso (por el lógico respeto ¿Se acuerdan de cuando alguien se moría y no se formaba un círculo de buitres mediáticos alrededor? Qué tiempos...) esclarecer las dudas. Tampoco se crean que Ozores dice nada especialmente escandaloso, pero confirma que el principal problema de Gracita fue su carácter explosivo, el cual fue empeorando con el paso del tiempo y con su mayor popularidad. 


Esto le pasó factura más tarde en lo personal y en lo profesional: normalmente nadie quiere trabajar con alguien que es capaz de negarse a salir de su caravana (la actriz requería tener una como parte de sus exigencias para los rodajes) hasta que ella misma no la ha limpiado concienzudamente, o hasta que no se ha asegurado de que su perrita va a ser convenientemente cuidada mientras ella actúa.

De Alfredo Landa (quien sí aprovecho su autobiografía para saldar algunas cuentas con el pasado, no siempre con la diplomacia como estandarte) no dice gran cosa, pero sucede una curiosa contradicción con otra persona: José Frade. 


Del conocido y exitoso productor dice que, “a pesar de la fama que se le adjudica, se trata de un hombre trabajador al que nunca nadie le ha regalado nada y con quien nunca he tenido un problema”. Ahora bien, cuando Frade le propone dirigir “Cristobal Colón de oficio... descubridor”, Ozores se niega en un principio. El productor se rebota sobremanera - “nunca lo había visto así” - hasta convencer a Don Mariano para que haga la película. Hombre, yo creo que acabar aceptando un encargo porque tu productor da un golpe en la mesa, eso es para mí “tener un problema con alguien”. De acuerdo, quizás yo estoy intentando sacarle mucha punta a este hecho, ya que la principal razón que adujo Ozores para no hacer el film protagonizado por Andrés Pajares (y con banda sonora de Teddy Bautista) era que no le acababa de convencer el guión escrito por Juan José Alonso Millán. La reunión del cabreo de Frade, tenía, no obstante, algo de encerrona, ya que el propio Alonso Millán estaba presente en ella, dificultando aún más la negativa del director.

No tendría que haberse preocupado, la vio casi millón y medio de españoles en el cine, y probablemente mucho más en sus diversas reposiciones para vídeos comunitarios o cadenas de televisión. Por cierto, que Ozores siempre que tiene las cifras a mano, recuerda lo recaudado por cada uno de sus films, incluso cuando los resultados son “desastrosos”.



Curiosamente, un ejemplo de fracaso casi inexplicable es “Te casas a los 60... y qué”, una comedia que el incombustible (y muy odiado por Oscar Eibar) Paco Martinez Soria ya había llevado por todos los escenarios de España. Ozores razona que, probablemente, el hecho de haber representado tantas veces ese papel frente al público, fue lo que atrajo a tan poca gente a las salas de cine. En todo caso, mi anécdota favorita de ese rodaje son los “celos  mal disimulados” que Martinez Soria sufrió porque Antonio Ozores, en su papel de jeque árabe (sí, el árabe en el que hablaba era el típico galimatías que el actor había adoptado como marca registrada y que nació como fruto de sus lapsus de memoria sobre las tablas) resultaba más divertido que las intervenciones del actor. “Paco, normalmente, no aceptaba con agrado que otro actor o actriz estuviera especialmente gracioso en una película de la que él era protagonista”.

Otros tiempos

Respetable público” no funciona como libro de cabecera para futuros realizadores o guionistas, pero sí es muy interesante como retrato de otra época. De unos tiempos en los que el espectáculo de La Revista era capaz de atraer a cientos – miles – de personas a las salas de fiesta y teatros de España. Un libro que permite conocer fenómenos como “la marica y la rémora” (que es la base del argumento de “Dos chicas de revista”, 1972), que nos recuerda una época en la que una pareja de recién casados tenía que vivir en el domicilio de sus respectivos padres porque aún no se podían permitir una casa propia, uy.... hay ciertas cosas que nunca pasan de moda.

Interludio: Cuando habla de “Pelotazo Nacional”, Ozores dice que se inspiró para escribir su argumento en que “estaba en el ánimo de la gente la corrupción público y privada”, sí, hay cosas que nunca pasan de moda. Fin del Interludio.



Puede que Don Mariano tire de hemeroteca, de memoria o de Google directamente, pero no cabe duda que leer sobre aquellos tiempos en los que un periódico costaba 20 pesetas tiene su encanto. Fíjense, aquellos tiempos en los que no había ni Facebook, ni Twitter, ni móviles, por no haber no había ni Teletexto... porque tampoco había muchos televisores.

Pero también es una historia de batallas que se van sorteando para tirar hacia adelante, aunque no se pormenoriza mucho en los cómos y los por qués de muchas de ellas – lo cual le quita un poco de valor a la larga al volumen -, resulta interesante leer nombres que hoy en día, o han abrazado el olvido de la cultura pop (que ya es decir, en estos tiempos en los que todo es reivindicable) o que tienen una significación muy diferente en la actualidad. Más que nada, porque, tal y como indica el autor, algunos como Enrique Cerezo o José Luis Bermudez de Castro, han encontrado el éxito en actividades paralelas o posteriores a verse involucrados en la producción cinematográfica.

En un momento dado, Ozores reflexiona sobre lo extraño que es ver algunos largometrajes antiguos por televisión y ver a viejos compañeros o familiares en la pequeña pantalla. Cuando este libro se publicó en 2002, ya se habían ido varios nombres que desfilan por sus paginas: Simon Cavildo, Juanito Navarro, Fernando Rey... En estos 12 años se han sumado a los fenecidos gente como el propio Antonio Ozores, Alfredo Landa, Lopez Vazquez... ciertamente es triste, recuerdos (toca ponerse serios) de la propia mortalidad.

Las cosas han cambiado mucho, ahora la vida privada de Pajares y Esteso está probablemente más presente en la memoria de algunos que sus divertidas comedias, lo cual no es una defensa de sus imágenes públicas (que han cuidado como el puto culo), sino señalar un hecho muy real. 

Cuando llegaron las televisiones privadas, algunos actores, como de hecho, el tandem Juanito Navarro y Simón Cabido (Doña Croqueta) pudieron reciclarse para las series o concursos. En el caso de estos dos, su participación en “Entre platos anda el juego” era espectacularmente graciosa porque el desprecio que mostraba Navarro por los concursantes solo lo ha igualado otro conductor con el mismo apellido, Pepe Navarro durante su estelar temporada al frente de Gran Hermano.


Otros, como Pajares y Esteso lo tuvieron más difícil, Don Andrés empezó los noventa reconvertido en prácticamente un actor serio tras su comentada actuación en “Ay Carmela” (Carlos Saura, 1990), se reencontró con la popularidad televisiva gracias a “Ay Señor, Señor” mientras que dio otro golpe de efecto participando en “Bwana” (Imanol Uribe, 1996).

Esteso lo tuvo un poco más complicado, así como otros de sus coetáneos, que o no tenían cabida en las nuevas propuestas del cine español, viéndose abocados a productos más subterraneos.

En este sentido, conviene aclarar una cosa sobre el último proyecto de Ozores, la serie “El sexologo”. Don Mariano nunca practicó la pornografía, a pesar del desfile de tetas, culos y etc... de los films que poblaron sus producciones de los ochenta, siempre se auto impuso ciertos límites. Incluso se permitía darle el papel de ex-estrella del porno a Esteso para su “El erótico enmascarado” (1980), pero claro, era todo parte de una de sus rocamboléscas tramas.

Si uno se llama Mariano Ozores, ha hecho el cine que ha hecho en los últimos años y dirige una serie que se llama “El sexólogo”, pues es cuestión de tiempo que la gente saque las espadas. La cancelación del proyecto para TVE (a pesar de las buenas audiencias) fue la puntilla que le faltaba al director para despedirse del mundillo. Ya había saldado con cierta dignidad su paso por la caja tonta mediante “Taller mecánico” (dignidad de audiencias, porque aquello a mi no me resultaba nada divertido) pero en esta ocasión fue la presión pública sobre el ente lo que la retiró de la parrilla. Una lástima.

Para mi, el cine de Ozores es un trozo de recuerdos, no sé cuántas veces vería “Qué tía la CIA” (1985) cuando teníamos el Betamax. Cierto, probablemente la alquilé en tantas ocasiones porque no había otras películas en Beta, pero la mayor parte del cine de Don Mariano te lo puedes enchufar durante 90 minutos y pasar un buen rato sin problemas.

La gran duda con la que nos quedaremos para siempre es, si alguno de sus proyectos con más enjundia hubieran tenido mejores resultados en taquilla ¿Habría firmado este hombre películas tan serias como las que alaba a lo largo del libro? ¿Se perdió a un gran artista por ser demasiado responsable con el dinero invertido por los productores?

Puede que Ozores intente buscar una profundidad a su obra que no tiene, pero tampoco es la inmundicia que nos quieren hacer creer algunos. Su cine intentaba hacer que la gente olvidara de la realidad mientras duraba la proyección. Eso no puede ser malo.

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